MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Fin y principio
Desde el día de los Santos Inocentes, Armando vive atrapado en una maraña de burlas silenciosas y de reproches. Sin posibilidad de huir, sus únicas defensas son el hermetismo y la expresión melancólica a la que contribuye, en buena medida, la mecha de pelo que le sombrea los ojos. A través de esa cortina lo ve todo: desde las paredes ennegrecidas y el gesto rencoroso de su sobrino Nicolás, hasta la expresión desalentada de Donají cuando entra en la casa, y su marido, Daniel, le pregunta por qué se tardó tanto: ``Como hoy tampoco abrieron la plomería, pegué una carrerita con el electricista. El güero no quiso venir. Dice que él no sabe nada de estufas, que nos esperemos hasta que vuelva el Johnny. Como quien dice: seguiremos comiendo tacos fríos. ¡Ah!, y los del gas, ni sus luces''.
Armando hunde la cabeza entre los hombros. Su estrategia es inútil porque enseguida escucha la voz de su hermano Daniel: ``Es lo de menos. Aquí la chingadera es que no sabemos si la estufa servirá o no. En ese caso tendremos que comprar una nueva. No sé a cómo estén ahorita. La compostura de la pared también va a costarnos un buen pico, lo malo es que no sé de dónde carajo vamos a sacarlo''.
Donají advierte la intención de su marido y se pone a la defensiva: ``Guardé lo de la tanda para comprarme la máquina. ¿A poco estás pensando en que te entregue esos centavos?'' Al no obtener respuesta de Daniel, se vuelve furiosa hacia Armando: ``Llevo cinco años esperando comprarme una desgraciada máquina y hoy, cuando al fin logré juntar el dinero, tendré que usarlo en arreglar tus pendejadas. No es justo, simplemente no es justo...''
Al oír el llanto de su madre, Nicolás decide solidarizarse con ella: ``Yo también estoy triste porque mi papá ya me dijo que los Santos Reyes no van a venir este año. ¿Es cierto?''. Esa queja es más de lo que Armando puede soportar. Asfixiado por la vergüenza y la culpa, da media vuelta y se refugia en el cuartucho que desde hace años comparte con su sobrino y la abuela Dominga.
Armando lleva más de una hora tendido en el catre. Mientras observa los insectos que desfilan por el techo, piensa en las miserias de su vida desde que cayó en la tentación de venir a la capital al aceptar la oferta que le hizo su hermano Daniel en una carta: ``Donají está de acuerdo en que vivas con nosotros mientras te consigues trabajo. Echándole ganas, no creo que tardes más de dos o tres meses''.
Armando sonríe con amargura al darse cuenta de que pasaron cuatro años desde que leyó aquellas líneas y aún no ha cumplido uno solo de sus anhelos, ni siquiera el último: quitarse la vida. ``No puede ser, no puede ser'', murmura en el momento en que oye un golpe seco provocado por la silla que tiró Nicolás. Sorprendido, incómodo por la presencia del niño, Armando levanta el brazo como si fuera a darle un pescozón a su sobrino: ``Sácate, ¿qué estás haciendo aquí, escuincle?'' Como respuesta, Nicolás sorbe el hilo verdoso que escurre de su nariz y va a sentarse en la única silla disponible. Armando no tiene fuerzas para oponerse. Vuelve a su anterior posición y reconoce que hasta ese escuincle le ha perdido el respeto: lo único que le faltaba para colmar su infelicidad.
La situación se agrava de inmediato cuando la abuela Dominga irrumpe en el cuartucho y sin previo aviso se pone a exorcizar, con las ramas de hierbas aromáticas que compró en el mercado de Sonora, al Maligno, para que no vuelva a inspirarle a su nieto la horrible idea de quitarse la vida. Armando intenta levantarse, pero la anciana se lo impide poniéndole frente a los ojos la cruz de vainilla que le vendió un artesano de Papantla. El olor dulzón, mezclado el de las yerbas aromáticas, le provoca terribles náuseas a Armando. A punto de vomitar, se revuelve en el catre, luchando por contener la bocanada que inunda su boca.
Doña Dominga ve en el malestar de su nieto señales de que él está luchando desde dentro contra el Maligno. Satisfecha, murmura una oración de agradecimiento. Luego, con nuevos ímpetus, desliza los manojos aromáticos sobre el cuerpo estremecido de Armando. Concluida la ceremonia, pone la cruz de vainilla sobre la mesita que funciona como buró y se dirige a Nicolás: ``Vente. Vamos a dejar solito a tu tío. Es necesario que descanse bien esta noche, porque mañana comenzará su vida verdadera. Mientras sigue los pasos de la anciana, el niño pregunta: ``¿Y me traerán mi nintendo los Santos Reyes?''
A los pocos minutos de saberse solo, Armando se levanta y envuelve en una toalla la cruz de vainilla y las ramas aromáticas. Liberado de esa mezcla de olores, regresa al catre decidido a conciliar el sueño. Necesita el descanso. Tal vez su abuela esté en lo cierto y mañana, después de dormir, la inspiración divina lo lleve hacia una nueva vida. La comenzará disculpándose con todos y prometiendo que se encargará de subsanar las pérdidas que ocasionó con su desesperación: ``La estufa, la pared...'' Por primera vez en mucho tiempo Armando sonríe: piensa en la felicidad de Donají cuando sepa que quizá pueda hacerse de una máquina antes de lo que supone.
La alegría de Armando se desvanece cuando, a través del frágil muro de tabicón que lo aísla del matrimonio, llega la voz de Donají preguntándole a Daniel por qué no duerme.
Daniel: Estoy preocupado por aquél. Tengo miedo de que cometa otra estupidez.
Donaji: Eres su hermano mayor, no su pilmama. Además, si de veras hubiera querido matarse, lo habría hecho.
Daniel: ¿Qué significa eso?
Donaji: Que tu hermanito es un farsante, bueno para nada. No sirve ni para suicidarse. ¡Ah, pero eso sí!, ¡cómo friega!
Daniel: No digas eso. Imagínate que a mi cuñado Catarino le diera por hacer lo mismo. ¿Qué le dirías?
Donaji: Por principio de cuentas, si piensa suicidarse, que lo haga en serio y donde no perjudique a otras personas. Imagínate si la ventana no hubiera estado abierta, allí explotamos Armando y yo.
Daniel: Pero también tú, qué bárbara: ¿a poco no sentiste el olor a gas?
Donaji: Sí, pero como a veces doña Dominga deja las llaves de la estufa abiertas, pensé que era poquito. Y que prendo el cerillo y que me salta el flamazo. Antes no-más me tatemé el copete...
Daniel: Fue desgracia con suerte.
Donaji: ¿Y la pared? ¿Y mi estufa?
Daniel: Ya no te quejes. Mañana voy a ver al compadre Pío para que nos eche la mano con la resanada. Lo de la estufa...
Donaji: Ya ni me lo digas, adiós máquina, a ver hasta cuándo se me hace.
Daniel: Sabes que no tengo dinero, ¿qué quieres que haga? Ni modo de robar para darte gusto.
Donaji: No te pido eso. Pero te suplico que le digas a tu hermano que se vaya. Desde que llegó a vivir con nosotros nomás nos ha dado mortificaciones. ¡Imagínate!, primera vez en años que te hago romeritos y no pude servirlos calientes porque el imbécil dejó salir el poquito gas que me quedaba, dizque para suicidarse, y luego ni se murió. Eso no se lo perdonaré nunca, ¡jamás!
Desde que Armando escuchó las últimas palabras de Donají no ha hecho más que ir de un lado a otro, buscando algo que le permita romper en silencio los hilos de una vida que no quiere, demostrarle a su cuñada que se equivocó al juzgarlo. Cree tener solucionado su problema cuando se lleva la mano al cinturón.
El optimismo de Armando se transforma en contrariedad al recordar que en el cuarto no hay vigas ni tubos donde colgarse. Imposible salir al patio y hacer uso del tendedero: el escándalo con los ladridos del Káiser y Neptuno despertaría al vecindario. Mientras busca otra solución, Armando ve que la puerta se abre y aparece Nicolás: ``Tío, yo sí te perdono que por tu culpa no vayan a venir los Santos Reyes''. Dicho el mensaje, el niño se sorbe la nariz y se esfuma.