Antonio Gershenson
¿Crisis del mundo o de un modelo?

Termina un año más en el que se notan síntomas recesivos en diferentes países. Se habla de una crisis mundial, por lo menos como perspectiva. Sin embargo, la sucesión de los problemas económicos que se han presentado apunta más bien a una crisis de un modelo de desarrollo, pues su efecto ha sido muy distinto de un país a otro, dependiendo de la clase de política económica que allí se haya aplicado.

Por un lado, la creciente interdependencia económica ha propiciado una influencia de fenómenos nacionales de crisis sobre otros países. Así, se habló del efecto Tequila a raíz de las devaluaciones y de la crisis de 1994-95 en México; del efecto Dragón, luego de fenómenos similares en un grupo de países de Asia sudoriental, y también del efecto Samba y del efecto Vodka. Sin embargo, por otro lado, se mantuvo sólida la economía de países muy diferentes entre sí, pero con algunas cosas en común, como, para citar ejemplos importantes, China, India, Estados Unidos y la Unión Europea. Algo de lo que tuvieron en común fue la existencia de medidas explícitas de política económica para promover la inversión y el empleo, y para eludir una crisis.

El que las unidades monetarias de estos últimos países no sufrieran, a diferencia de otras, devaluaciones bruscas, no se ha basado en medidas monetaristas. En el caso de China, sus enormes reservas de divisas obedecen a un aumento sostenido y rápido de la producción y de las exportaciones, abriendo su economía a las importaciones de manera gradual y controlada. En el de India, se trata de una economía con un alto grado de autosuficiencia. En el de Estados Unidos, se trata de medidas de política macroeconómica para activar la economía. En la Unión Europea, se combinan medidas de promoción a la producción y al empleo, con el proceso integrador que acaba de dar lugar al Euro como moneda de gran solidez y de gran respaldo en las economías de los países integrantes.

En cambio, en los países que han tenido más problemas, previamente se ha debilitado drásticamente la capacidad del Estado de orientar la economía o de influir en ella. Apertura comercial brusca, incontrolada e incluso a veces indiscriminada; privatización, no sólo de empresas que representaban dificultades, sino también de áreas estratégicas para la economía del país respectivo, y privilegio a sectores del área de servicios en detrimento de los directamente productivos, son algunas de las medidas que contribuyeron a este debilitamiento.

Más que del mundo, se trata de una crisis del ultraliberalismo, debilitado en Estados Unidos y abandonado en Inglaterra, países en los que tuvo sus expresiones de mayor peso internacional con Reagan y Thatcher, pero al cual se aferran funcionarios de muchos países. Los hechos no bastan para lograr un cambio en quienes se aferran a su ideología. Pocas monedas podrán tener la solidez del Euro, cuando los países de la Unión Europea se fijan un límite de déficit público de 3 por ciento del producto interno bruto; aquí, se ha hecho dogma intocable del mito del 1.5 por ciento del PIB a fines de 1997, y ahora del 1.25 por ciento, y el peso ha caído, en el año, 23 por ciento frente al dólar. ¿Acaso no da esto a pensar en que es más importante, para la estabilidad económica, cambiaria y financiera de un país, una sana estructura productiva que las puras cifras financieras?

Si, a la crisis o recesión económica, se agregan elementos de mayor polarización política, no queda mucho terreno para expectativas optimistas para el país. En las últimas semanas hemos hablado de la campaña contra el IFE y del recorte, ahora consumado, de miles de millones de pesos de recursos al Distrito Federal. Más que medidas de esta naturaleza, lo que el país requiere es la discusión de alternativas de una política económica que ponga fin a más de quince años de estancamiento, recesiones y devaluaciones.