Desde su título en inglés, Meet Joe Black, la cinta más reciente del realizador estadunidense Martin Brest, ¿Conoces a Joe Black?, evoca un título célebre de Frank Capra, Meet John Doe (El mandamiento supremo, 1941). Sin embargo, el director de Perfume de mujer (1992) no manifiesta aquí interés alguno por la comedia social ni por héroes, los populares. Su modelo directo es la comedia de corte fantástico, en particular la cinta Death takes a holiday, de Mitchell Leisen (1934), con guión estupendo de Maxwell Anderson.
La propuesta de esta alegoría es sencilla: la Muerte decide tomar vacaciones, interrumpir un poco su faena milenaria, y visitar el territorio de los mortales para descubrir y compartir con ellos placeres, amor y sufrimiento. Para hacerlo, toma el cuerpo de un joven fallecido en un accidente (Brad Pitt), y adopta un nombre, Joe Black, que simboliza el anonimato y el misterio. Joe es un ángel exterminador con una apariencia física ordinaria (es un decir), cuya visita inesperada trastornará la vida de una familia millonaria de Rhode Island, y de manera muy especial, la de William Parrish (Anthony Hopkins), el patriarca y empresario que tiene sus días contados y su partida programada para el día de su jubilación y su cumpleaños.
En la primera versión fílmica de la obra de teatro, en los años treinta, a la Muerte la encarnaba con elegancia Frederic March; en 1971, en una versión televisiva, el papel correspondía a un Melvyn Douglas ya mayor y todavía más refinado. En 1998, la Muerte sólo podía tener, para satisfacer la fantasía de un público juvenil, el rostro de un galán de calendario, adoptar los ideales sentimentales de una fotonovela para adolescentes, y repetir la filosofía de un libro de superación personal. Después de todo, el espectador juvenil que imagina Hollywood y que la televisión educa es el responsable principal de hacer de cintas como Titanic verdaderos fenómenos de taquilla, y de galanes como Leonardo di Caprio y el propio Brad Pitt, modelos de excelencia actoral y física.
En ¿Conoces a Joe Black? la Muerte aprende a conmoverse y a llorar con el espectáculo del amor y de la vida, y descubre, con el rostro azorado de Brad Pitt, que el sexo y la mantequilla de cacahuate son placeres equiparables, a la vez curiosos y banales, consumidos uno y otro de forma igualmente mecánica. Si algo sorprende en esta cinta, es el destierro de cualquier asomo de sensualidad y erotismo en beneficio del lugar común y la retórica sentimental. Después de una primera secuencia en la que Pitt despliega naturalidad y encanto, el director obliga a su protagonista a conducirse como verdadero zombi, en la mesa, en la cama, en todo lugar. Un zombi astuto, es cierto, incluso malicioso, pero pocas veces convincente, y muy a menudo sobreactuado. Si a esto se añade que los cuatro guionistas elaboran pacientemente un catálogo de verdades trascendentes sobre el significado de la vida y la importancia de la intensidad afectiva, el resultado son tres horas de solemnidad y grandilocuencia, que supuestamente deben volverse más soportables con el rostro atractivo que obsesivamente acaricia la cámara de Emmanuel Lubezki. Un crítico esta- dunidense ha señalado con malicia que en esta cinta no puede darse la ``química'' amorosa entre Joe y la joven de quien se enamora, dado que tanto ella como él se sienten fuertemente atraídos por la misma persona: Joe Black, y que esto da como resultado que al hacer ambos el amor, la cámara se concentra novedosamente en el rostro del protagonista masculino, olvidándose casi por completo de la experiencia femenina.
Hay en la cinta momentos de humorismo involuntario. Al suponer que la Muerte es, en tanto fuerza omnipotente, capaz de todo, el director parece concluir que su actor puede también atreverse a todo impunemente, y sin vacilar un instante, lo coloca frente a una mujer jamaicana moribunda, haciéndolo imitar su acento antillano. El efecto es hilarante, aunque debiera conmovernos, y anuncia el tono del desenlace y la manera, apoteósica, en que director y guionistas se precipitan en la verborrea y en el absurdo.
Lo que en un principio parecía una sugerente actualización de la comedia al estilo Frank Capra (¡Qué bello es vivir!, 1946), con la actuación siempre mesurada de Anthony Hopkins, la presencia ágil y espontánea de Pitt, y una atractiva trama de villanos voraces derribados por personajes idealistas, se convierte en laboriosa cinta ``humanista'' de tres horas de duración, con todos los mensajes positivos y edificantes que en sus momentos de mayor inspiración es capaz de imaginar la mercadotecnia hollywoodense.