Las últimas dos décadas se caracterizaron por una enorme pérdida de efectivos y de influencia del sindicalismo, por un aumento general de la desocupación estructural (y especialmente de la juvenil y del desempleo de larga duración), y por una drástica disminución del número de horas de huelga, así como de los trabajadores que en ellas participaron. El año que acaba de desaparecer, felizmente, trae en este campo algunas novedades, como las huelgas en EU de transportistas, de empleados de McDonald's, de braceros mexicanos recolectores de manzanas; también las huelgas francesas, así como la continuidad que ya han adquirido las marchas y movilizaciones paneuropeas contra el paro.
Las primeras, en efecto, muestran una importante novedad en el sindicalismo estadunidense que no se concentra ya exclusivamente en las grandes empresas de la industria pesada o semipesada, como el automóvil, sino que revela una nueva comprensión del papel estratégico de las comunicaciones en la época de las dificultades de venta y del just in time (caso de los transportistas); también un nuevo enfoque internacionalista (la preocupación por las condiciones de trabajo y salariales de otros países y por las de los inmigrantes), así como una nueva visión política del papel del sindicato como centro de cultura solidaria, de agregación y de democracia (caso de los braceros y la lucha por sus derechos humanos y civiles).
Las francesas, en cambio, muestran la solidaridad de la población con una lucha que no parece algo meramente gremial, sino una expresión más del combate por la égalité y la liberté que los franceses sólo conocen en La Marsellesa. Pero la lucha contra la desocupación es aún más importante, y no sólo porque en el ``trabajar menos para que trabajen todos'', de los franceses o los italianos, se expresa la defensa de una concepción de clase y solidaridad que el capital debe eliminar a toda costa, sino también porque el ``pensamiento único'' neoliberal ha eliminado la idea del empleo de sus preocupaciones y sacrifica la ocupación a la estabilidad monetaria, a las finanzas y a los resultados macroeconómicos.
En efecto, para la mayor parte de los gobiernos, la desocupación, que hace unas décadas era el mayor de los males, aparece ahora como una ventaja competitiva, pues se ilusionan con que ésta reduce la inflación así como la demanda interna a favor de las exportaciones y rompe el poder sindical, que impediría el libre juego de la oferta y la demanda en el mercado de trabajo mediante una sana ``flexibilidad'' (como la que imperaba en tiempos de Dickens y de Emile Zola).
Esta visión técnica y monetarista hasta ahora ha sido común entre los sectores y las clases gobernantes. Pero la crisis la ha asustado y también las primeras reacciones sociales que se insinúan tienden a hacerlas pensar diversamente. Por eso los países de la Unión Europea, es decir, de la primera potencia comercial e industrial del mundo, reunidos en Viena, decidieron dar prioridad a la lucha contra la desocupación y no a la estabilidad monetaria. Ahora bien, planificar una lucha común por un objetivo social utilizando los Estados y a ese ``semiestado'' que es la UE, significa romper con los dogmas principales del neoliberalismo, según el cual el Estado no debe intervenir en el mercado de trabajo (sino para bajar los salarios reales y las conquistas seculares), ni debe tener políticas sociales, que distorsionan el mercado y desvían los capitales de la acumulación, sino que debe cubrir -parcialmente y con la simple caridad-, las lacras que produce el sistema y no para corregirlas, sino para retardar las protestas. De modo que no estamos ante una ``tercera vía'' (libre mercado más solidaridad social), sino ante concesiones que, como todas las conquistas obreras de la historia, han sido arrancadas a los gobiernos y al capital. Estas atacan las bases mismas de la ideología y de la moral que sustenta la utilización por el capital financiero de las transformaciones técnicas (en las comunicaciones, sobre todo), sociales y económicas que dieron origen a la mundialización.
Eso, todavía en ciernes, todavía parcial, es lo nuevo que dejó el Año Viejo. Si se necesitase un ejemplo mejor, se podría recordar Corea del Sur, que ahora es modelo no para el capital sino para el nuevo sindicalismo o la generalización laboriosa de la reducción de la jornada semanal de trabajo en toda Europa. ¡Por consiguiente, feliz 1999!