Olga Harmony
El teatro en 1998

Casi extinto el siglo, que entra en su último año y el del milenio (aunque los que saben se mofan de esto y sostienen que es un error y una cuenta equivocada), este efímero don que es el teatro se muestra muy vivo, muy cambiante en apariencia aunque su núcleo se conserve fiel a sí mismo. En 1998 no hubo esos grandes sucesos, que algunos llaman parteaguas aunque no nos demos cuenta en su momento y vengan luego los historiadores a explicárnoslos. Pero hubo la suficiente cantidad de renuevos, cambios y regresos felices como para mencionarlos en un intento de borrar los escándalos que parecieron signar sus últimos meses y de darnos a todos aliento ante los negros pronósticos en el próximo futuro: quizá no sea consuelo pensar que, en medio de todo lo que va mal, el talento vaya bien, pero por lo menos es un pequeñito regocijo.

El suceso que podría ser más importante en general, porque siempre un cambio de funcionarios da cuenta del destino de un teatro tan importante como el de la UNAM, no puede ser medido todavía porque la programación es la convenida en la gestión de Luis Mario Moncada e Iona Weissberg y las nuevas autoridades de Teatro y Danza y de Teatro no han hecho público su plan de trabajo. Habrá que esperar a conocer sus propuestas y las realizaciones que tengan.

Los maestros siguen produciendo, Héctor Mendoza, a quien los recortes del presupuesto del INBA obligaron a posponer su proyecto de escenificar una versión de Todo para nada, de Shakespeare -posposición acerca de la que no hizo algún pronunciamiento elegante y discreto como es y al fin hombre de teatro- dirigió con gran economía de medios un agudo y polémico texto suyo que no había dado a conocer, Las gallinas matemáticas. Ludwik Margules montó Antígona en Nueva York, del dramaturgo polaco Janusz Glowaki, que resulta menos lograda que otros montajes suyos. Emilio Carballido dio a conocer Luminaria, bajo la muy convencional del director primerizo Juan Ramón Góngora, y vio restrenada Las cartas de Mozart que escenificó Evgueni Lázariev, ese anticuado y poco creativo director ruso cuyas contrataciones en nuestro país siguen suponiendo un misterio (por lo menos para mí).

Luis de Tavira no dirigió en este año, pero dio a conocer el primer texto de su total autoría como dramaturgo -Ventajas de la epiqueya- poniéndolo en las muy capaces manos de Philippe Amand, a quien aquí vemos cuajar como director amén de los muchos trabajos que logró como escenógrafo. José Caballero dirige La suerte suprema, primera obra escrita por él y segunda que presenta. Estos mismos giros en su quehacer se darán en teatristas de otras generaciones y otros ámbitos.

El año que termina supone el regreso, tras prolongada ausencia, de Mauricio Jiménez quien dirigió esta vez un texto ajeno y muy cercano al realismo, Las musas huérfanas, del quebequense Michel Marc Bouchard, trabajo muy fino aunque alejado de sus anteriores propuestas. También, muy al finalizar el año, David Olguín estrenó su escenificación de La lección de anatomía, de otro quebequense, Larry Tremblay, en una tesitura muy diferente a la dirección de sus propios textos y que de algún modo lo emparenta con Peter Greenaway (no me atreví a escribirlo en la nota que le hice, pero cada vez me convenzo más de ello). Y volvimos a ver una escenografía de Guillermo Barclay, la realizada para la escenificación que de Las criadas hiciera Adriana Roel para la nueva compañía con sede en el Foro Stanistablas. Y a propósito de escenografías no se puede olvidar las excelentes que Gabriel Pascal llevó a cabo en este año.

Estela Leñero dirigió una excelente obra de Leonor Azcárate, La coincidencia, con gran eficacia. No se puede decir lo mismo del montaje que Raúl Zermeño hizo de Tiempo furioso, el buen texto de Jesús González Dávila, echado a perder, o de Crónica de una tuerca, un tornillo y un cornudo, de Luis Eduardo Reyna, en una muy mala lectura del director Enrique Rentería. En cambio, Humberto Leyva tuvo mucha suerte con el casi debutante Ricardo Díaz en la espléndida escenificación que se le hizo de Stabat Mater, la segunda obra de su hermosa trilogía. También Mancebo del Castillo Trejo encontró al director ideal para su primera obra, la hilarante Capitana Gazpacho, que en manos de Mauricio García Lozano alcanza toda su gracia.

Mientras Martín Acosta mostró la ductibilidad de su talento al dirigir dos obras tan diferentes como Fausto, de John Jesurun, y Las historias que se cuentan los hermanos siameses, de Luis Mario Moncada y él mismo, Sandra Félix vuelve a sus mejores momentos con Polvo de mariposas, la adaptación de Las olas, de Virginia Woolf, y aparece como muy buen director el actor e intérprete de música antigua Claudio Valdés Kuri con el Beckett de Anouilh. Y los dos grandes montajes de la CNT no pueden ser más opuestos. Por una parte, Molire, el bellísimo texto de Sabina Berman en la sabia escenificación de Antonio Serrano. Por otra, la muy discutida y discutible Malinche, que el austriaco Johann Kresnik montó a partir de textos de Víctor Hugo Rascón Banda, y que suscitó alguna tempestad en un vaso de agua.