Cuando amable y generosamente Manuel Camacho Solís me invitó a formar parte del Consejo de la Comisión de Derechos Humanos del DF, y poco tiempo después la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, previo examen, dio el visto bueno para mi incorporación al organismo --donde me encontré con gente de verdadera valía y realmente expertos en la materia, entre ellos, y fundamentalmente, a Luis de la Barreda-- mi ignorancia sobre el tema era más o menos integral.
Al analizar el proyecto de reglamento interno tuve que ver las cosas un poco más de cerca, y me encontré con el origen constitucional de las comisiones, un artículo 102 que es sorprendente no tanto por lo que faculta, sino por lo que excluye de las facultades de la Comisión.
En un país donde el poder Judicial y sus asimilados son violadores permanentes de los derechos humanos, nuestra bendita Constitución impide a las comisiones conocer sobre violaciones eventualmente cometidas por el Poder Judicial Federal, por los tribunales de justicia (?), por los organismos electorales y por las nunca bien ponderadas juntas de conciliación y arbitraje (JCA).
Hay algo de razón en ello. Porque se supone que las comisiones no deben constituirse en órganos de apelación que pudieran generar, en las resoluciones de fondo, una nueva instancia, pues esto rompería con el principio de definitividad de la cosa juzgada, tan caro a los sistemas judiciales.
Es claro que las razones que condujeron a Carlos Salinas de Gortari a excluir de su iniciativa a estos organismos no obedecieron solamente a esa consideración. Mi querido amigo Ulises Schmill, entonces presidente de la Suprema Corte, defendió con espíritu gremial el sagrado recinto del Poder Judicial Federal para que no lo tocaran con recomendaciones incómodas los miembros de las comisiones. Y, de paso, extendió la protección a los jueces ordinarios (más ordinarios que jueces en muchas ocasiones) a las juntas de conciliación y arbitraje, en ese caso por la simple razón, intuyó que sus permanentes violaciones a los derechos humanos qui- tarían la mayor parte del tiempo de las comisiones.
En la del Distrito Federal, alguna oportuna sugerencia de Luis de la Barreda, acogida con entusiasmo por los demás consejeros, entendió que no se podían recalificar las resoluciones de fondo, pero no que no se pudieran considerar violaciones tan frecuentes como negación de justicia, retraso en los trámites, pérdidas intencionales de expedientes, actuaciones de los actuarios con notoria falsedad, etcétera, como motivo de queja.
Y en ese sentido, respecto a los poderes judiciales y de las juntas de conciliación y arbitraje, se ha dado trámite a las presentadas.
No es suficiente, por supuesto. No hace mucho tiempo, sólo unos cuantos meses, un presidente de Junta Local de Conciliación y Arbitraje del DF absolvió a una demandada que no contestó la demanda y que, por lo tanto, no ofreció pruebas, sosteniendo que correspondía a las trabajadoras probar los malos tratos que motivaron la rescisión del contrato de trabajo, lo que es una auténtica barbaridad. Promovido el amparo, alguno de estos tribunales colegiados, supuestamente especializados en materia laboral, confirmó el laudo demostrando, por lo menos, una ignorancia supina de las reglas procesales. Presentada la queja ante el Consejo del Poder Judicial Federal, el famoso consejito la rechazó por considerar que se trataba de un problema de opinión jurídica.
Estoy de acuerdo en que las comisiones no cambien el sentido de las sentencias o laudos, pero habida cuenta del estilo autoprotector que tiene el propio poder Judicial, lo menos que se podría hacer es aceptar que una comisión recomiende el fusilamiento jurídico de los autores de tales desaguisados. Y proceder en consecuencia.
Es evidente que mientras la acción de las comisiones quede restringida por la regla constitucional, su eficacia no podrá ser la misma. Se impone un mecanismo sancionador vía recomendaciones, por los errores, por decirlo de manera amistosa, de los que juzgan.
En otros lo merecen los deudores de la banca, hoy simplemente desprotegidos ante las resoluciones del Poder Judicial Federal.
Y es que si se pierde en una comunidad la confianza en la justicia, se ha perdido todo.