Margo Glantz
El viaje como escritura condensada de lo inmediato

El otro día Canal 22 transmitió un documental sobre el novelista alemán Henrich Bšll, ganador del Nobel. Objetor de conciencia a pesar de haberse visto obligado a combatir con el ejército alemán, durante la Segunda Guerra mundial, su obra fue constante protesta contra el nazismo y lúcida crítica del llamado ``milagro alemán'. Como todo buen documental, el programa constaba de numerosas fotos, entre ellas varias de Colonia justo después de la guerra, una ciudad tenebrosa, fría, devastada, cuya imagen distintiva era la inmensa catedral bombardeada. Ese recuerdo me remite a un mismo viaje condensado cuyo periplo esboza un catálogo de imágenes repetidas en el tiempo.

A finales de 1954 llegué a Colonia, con Paco López Cámara, y nos alojamos en una pensión familiar que costaba 5 marcos, no tenía calefacción, pero sí una cama provista de uno de esos edredones rellenos de pluma de ganso -como los que transportaron en sus maletas, desde Ucrania, mis padres-, especiales para combatir el frío y pasar una buena noche, y a la mañana siguiente sacar tímidamente una mano para calibrar la temperatura y luego haciendo malabarismos tratar de vestirnos cubiertos por el edredón para después, bien abrigados, salir a caminar por la ciudad. De ese viaje sólo conservó ese recuerdo y el de la catedral ennegrecida, con los vitrales rotos y enormes huecos entre las naves que dejaban pasar un cielo igualmente ennegrecido por el invierno y la huella de las bombas.

Visité Alemania por primera vez, a finales de 1953, estuve en Munich con una amiga cuyo tío, hermano de su padre, estuvo en Auschwitz donde perdió a su esposa e hijos. Allí había encontrado a su nueva mujer, una judía de pelo oscuro teñido de rubio, con la que tenía dos hijas que celebraban casi sin transición y en el mismo idioma la fiesta de la Janukah -con su famoso candelabro de ocho velas- y la Navidad con su árbol bien adornado. Tenían un departamento grande con tres recámaras y calefacción; ambas nos alojamos en el cuarto que servía de refrigerador, protegidas del frío gracias al consabido edredón. De esos dos viajes conservo el mismo recuerdo y una especie de asombro, ¿por qué había escogido visitar dos veces Alemania, todavía patria del nazismo, y para colmo durante el invierno? Y, ¿por qué los parientes de mi amiga eligieron regresar a esa ciudad desde donde los habían deportado hacia Auschwitz? La única respuesta que encuentro es una imagen, terriblemente precisa, la de la catedral de Colonia que en el documental dedicado a Bšll ocupa un lugar excepcional.

Por razones desconocidas, esas visiones parecen repetirse casi inalteradas en tiempos muy distintos que forman un único trayecto del recuerdo. Muchos años después, en 1987, visité por primera vez Berlín, en invierno. Con una visa en mi pasaporte diplomático -era agregada cultural en Londres- atravesé la ciudad dividida, caminé por las calles heladas, desiertas y grises y llegué a mi destino, el Museo Pérgamo (de mágico nombre) donde se exhiben enormes ciudades arrancadas de su origen: una verdadera transferencia de la monumentalidad. Se diría que los templos y calles exhibidos carecen de su esencia y muestran sólo alguno de sus atributos, la palpable demostración de un exilio edificado cuyo escaso arraigo se contiene apenas en el espacio de una museografía.

De regreso al otro lado, el Berlín occidental, fui a otro museo arqueológico, cuya señal distintiva se determina por lo minúsculo. Captó mi atención una famosa escultura pequeña y coloreada de Nefertiti, cuyo tuerto perfil, resplandeciente y noble, dibuja, para mí una cifra enigmática, una señal que quizá aclare el sentido de mis transcursos por tierras alemanas: su humilde talla evoca en mi imaginación un cuadro de Gaspar David Friedrich, que admiré alguna vez en un museo de Hamburgo (en 1990), otra famosa ciudad alemana, cuyo color -de linaje literario- de un gris vivo -según Mariana Frenk- ilumina al pintor que de espaldas a nosotros contempla un paisaje ejecutado a la manera romántica. Es posible ver el paisaje, gozarlo en su luminosidad total, pero quizá nunca sabremos qué es lo que piensa el artista, situado de espaldas a la realidad.

En 1992, ya derribado el muro, visité Dresden, en el lado oriental. Un sentimiento tenaz me condujo a la vieja ciudad que aún conservaba ennegrecida los rastros oscuros de la guerra. Parecería que el círculo se había completado: tuve la impresión de que Dresden, aún detenida en el pasado, era la viva imagen devastada de la catedral de Colonia que había contemplado 40 años atrás.