Ugo Pipitone
El orden ausente

En este fin de año dos cosas resultan evidentes. La primera es la peligrosa, tal vez creciente, distancia entre los peligros y los instrumentos para controlarlos y la segunda es la ausencia de un orden mundial más firme y consuetudinariamente asentado. Vivimos un tiempo de aceleración del cambio y de débiles respuestas en términos de inteligencia ordenadora. En economía, en política, en protección colectiva, los vacíos de regulación internacional crean peligros para todos.

Del primer problema tenemos dramática evidencia con los bombardeos angloamericanos sobre objetivos militares iraquíes. Seguimos sin saber cómo controlar personajes al estilo de Saddam Hussein sin pasar la factura a sus pueblos. ¿Cómo evitar que los países pobres reflejen la ignorancia y los miedos antiguos de sus pueblos en las locuras de sus líderes? Entre paréntesis, que Saddam esté mal de la cabeza resulta evidente de su mensaje a sus (supuestamente) conciudadanos a la conclusión de los bombardeos. Así va: ``habéis estado al nivel que vuestro líder, hermano y camarada Saddam Hussein esperaba de vosotros''. ¿Está claro?

Pero uno después recuerda que en estos mismos días las instituciones de Estados Unidos están recorridas por una explicable, pero no por eso menos irracional, carrera al autolesionismo. Lo único que parcialmente redime a los estadunidenses es que dos de cada tres de ellos aprueban a su presidente en contra de unos republicanos que sienten otra vez en sus venas la sangre caliente de los magistrados de Massachusetts que a fines del siglo XVII quemaban brujas. Según ellos. Moraleja: ser puritanos suponía entonces y supone ahora una dura carga de pureza.

El gobierno italiano hizo bien en criticar la intervención angloamericana en Irak, pero a una condición: que se acelere el rumbo hacia un orden mundial que prevenga la aparición de otros Saddam (objetivo máximo) o sepa minimizar sus efectos globales adversos (objetivo mínimo). No es aceptable que autócratas de ese, u otro, estilo se asuman como campeones de la independencia nacional. Sus maquinarias de represión de Estado, sus enriquecimientos privados y sus asesinatos quedarían absueltos en la excitación nacionalista encendida por intervenciones externas descaminadas. El orden mundial no puede estar en manos de Estados Unidos y de Gran Bretaña. Pero D'Alema debería tener cuidado de no seguir repitiendo este argumento, mientras Europa no asuma sus propias responsabilidades de seguridad o no presente a escala global una propuesta coherente de reforma de las Naciones Unidas. Podría no resultar decente seguir criticando la ausencia de políticas y reglas globales cuando no se hace mucho para que estas políticas y reglas terminen por existir. En un espacio mundial sin reglas concordadas, podría no resultar sensato en algunos años más seguir criticando al mal policía que interviene para sustituir un trabajador social ineficaz.

No se puede dejar en manos de algún voluntarioso juez español (y que Dios bendiga la categoría, mientras no tengamos con qué sustituirla) que los asesinos de Estado reciban si no el justo castigo, por lo menos merecidos procesos. Aquí también, como en la circulación de los capitales especulativos o en el funcionamiento de la ONU, estamos en medio de reglas inexistentes o envejecidas.

Habría que evitar para el futuro dos espectáculos de muy baja dignidad. Gobiernos latinoamericanos que tutelan su soberanía nacional defendiendo los derechos de un asesino de Estado. Y Rusia convertida en defensora de los derechos del Tercer Mundo. Para evitar estas y otras vergüenzas póstumas se requiere acelerar el paso hacia el reconocimiento que estamos viviendo tiempos extraordinarios y el disimulo no sirve a mejorar el desempeño de la ONU o del Banco Mundial. Una sociedad mundial que no fuera capaz de establecer reglas nuevas podría perder el derecho de quejarse por los cowboys que siguieran sueltos por ahí.