Aunque muy pocos, en Estados Unidos, lo saben, la ruina moral de la presidencia de William Clinton no se llama Monica, sino Bagdad. El liberal morigerado que fumaba mariguana sin inhalar el humo, el intérprete de saxofón, el hombre preocupado por el bienestar y la educación y la salud, el político promotor de los derechos humanos, cierra el año como un Nerón acosado y tan cobarde que ni siquiera se atreve a dar Roma a las llamas y opta por incendiar una ciudad ajena.
Bagdad después de las bombas: entre las imágenes navideñas de la televisión, entre los renos y las campanas y las carcajadas empalagosas de Santa Claus, se cuelan algunos adolescentes mutilados, hombres con el pellejo convertido en un chicharrón blando y desprendible, bebés silentes guardados en pequeñas cajas, tan pequeñas que pueden ser llevadas al cementerio en el interior de vehículos, como un pasajero más. Si hay deslices amorosos que deben ser pagados con sufrimiento (separación, melancolía, aborto, locura, suicidio), el de Bill & Monica ha puesto en la agenda mundial de fines del siglo XX (dc) la actualidad y la pertinencia de destruir Troya.
Habíamos amasado la ilusión de cerrar el milenio con reglas más humanas y civilizadas. La impotencia del rey, la infertilidad de la reina o la concupiscencia de uno u otro, o de ambos, habían sido borradas del catálogo de coartadas para la guerra; habían sido colocadas en el terreno de lo privado y proscritas de la cosa pública. Troya --pensábamos-- ya no sería arrasada nunca más por culpa de una pareja de cachondos. Pero en la temporada navideña nos ha reventado la evidencia de lo contrario, como un misil Tomahawk lanzado desde las capas más primitivas y arcaicas de la conducta: el reptil agresivo y ancestral se encuentra entre nosotros, va en el puesto de mando de un portaviones y está dispuesto a disparar en el momento en que siente amenazada su comida, su área de territorio, su silla de presidente.
Al mismo tiempo, la rabia y el pavor expresados en forma de bombardeo aéreo dan cuenta de su propia debilidad. El sátrapa de los iraquíes ha salido reforzado de la destrucción de sus cuarteles y de la red de agua potable. El hecho ha sacado a flote las divergencias, y aun las enemistades, que gravitan alrededor de la gran potencia mundial. Salvo algunas nucas rojas aisladas, poca gente, en la sociedad de Estados Unidos, se traga la agresión como una acción patriótica y necesaria.
En suma, ha sido un gesto cruel y seguramente inútil. Dejar sin piernas, sin falangetas o sin existencia a un puñado de iraquíes no cambiará nada de fondo en el desarrollo del motín de parlamentarios puritanos que habrá de destituir, o no, a este manojo de nervios que sigue presidiendo el país más poderoso del mundo.
Pero la enorme mayoría de los estadunidenses han visto partir los misiles con mucha menos aprensión que la empeñada al informarse de las eyaculaciones presidenciales en el Salón Oval, y eso deja a la luz otro aspecto del desastre moral en el que está sumida su nación.