La Jornada martes 22 de diciembre de 1998

Adolfo Gilly
Acteal y la guerra perdida

A un año de la matanza de Acteal, el doctor Ernesto Zedillo, comandante en jefe del Ejército Mexicano, ha perdido la guerra de Chiapas, tan seguramente como Estados Unidos había perdido la guerra de Vietnam, Francia la de Argelia y la Unión Soviética la de Afganistán bastante antes de que sus tropas se retiraran de la escena.

En estas tres guerras coloniales, las tropas estadunidenses, francesas y soviéticas habían combatido contra fuerzas locales. Pero en esa empresa sobre todo se habían empantanado, primero, en la resistencia inacabable de la población de los territorios invadidos; después, en la oposición creciente a la guerra de la sociedad de las respectivas metrópolis; y finalmente, como corolario, en las fisuras, el descontento y los síntomas de inconformidad dentro de sus propios ejércitos.

Se dirá que éstas eran guerras coloniales. Es cierto. Pero la guerra del doctor Ernesto Zedillo contra los zapatistas y las comunidades indígenas rebeldes en Chiapas tiene también fuertes rasgos de guerra colonial. Basta ver el Libro blanco de la PGR, en donde los indígenas son claramente el Otro (y esto sin que sus mismos redactores se den cuenta), para confirmar que la de Chiapas no es lo mismo que las guerras contra las guerrillas colombianas o salvadoreñas, sino una guerra colonial interna en un territorio geográfico, cultural y humano claramente delimitado por la historia y contra una población tratada como ``diferente''.

Las etapas de esta derrota del doctor Zedillo en Chiapas son al menos cuatro.

Primero, el fracaso de su tentativa de apresar al subcomandante Marcos en una emboscada a traición en febrero de 1995.

Segundo, su desconocimiento de la firma de su gobierno en los acuerdos de San Andrés. Esta decisión, inconcebible en un mando verdadero, frustró la mayor y más elaborada oportunidad para que el gobierno pudiera lograr una paz con dignidad. Habría sido una paz entre iguales, libremente acordada en negociaciones, sancionada por el Congreso y avalada por la sociedad, que habría dejado a salvo la integridad y el honor de todas las partes, en primer lugar de las propias fuerzas armadas, cuyo comandante en jefe es el Presidente de la República. Un retiro honorable y pacífico de todas las armas habría desmontado la maquinaria de la violencia y dejado a Chiapas y a sus habitantes en posibilidad de resolver en democracia y con los votos sobre su gobierno y sus destinos. El doctor Ernesto Zedillo no quiso. El costo que el país sigue pagando es incalculable.

Tercero, la matanza de Acteal el 22 de diciembre de 1997. Guardando todas las proporciones, la matanza de campesinos inermes en Acteal por los paramilitares fue el equivalente de la matanza de My Lai en Vietnam, una de las tantas que prepararon la desmoralización de los soldados de Estados Unidos y la rebelión de su juventud contra aquella guerra cruel y desigual. Desde Acteal, hace ya un largo año, hasta hoy, el empantanamiento en esta guerra colonial interna, sin justicia y sin salida militar posible, se ha hecho evidente.

Cuarto, a un año de Acteal aparece en la capital de la República uno de los síntomas más serios de una situación así: un movimiento de protesta de altos oficiales y clases del Ejército que, cualesquiera sean sus banderas y demandas inmediatas, podría indicar un estado de descontento bastante más difuso en otros niveles de las fuerzas armadas. Es difícil concebir que los inconformes hayan tenido la osadía de desfilar por el Paseo de la Reforma sin sentirse apoyados o comprendidos en otros niveles y lugares que no se hacen visibles. Un indicio adicional es que el general Juan Arévalo Gardoqui, secretario de Defensa del presidente Miguel de la Madrid, y un grupo de generales, hayan sentido la necesidad de pronunciarse públicamente en este incidente cerrando filas en torno al actual secretario de la Defensa Nacional. Esto se llama una crisis.

El error más grande sería guardar silencio, mirar para otro lado o buscar culpables. Es preciso detener la guerra sorda de Chiapas; desarmar y castigar a los paramilitares, fuerzas paralelas cuya existencia misma descompone a cualquier ejército nacional; firmar la paz con los zapatistas según los acuerdos ya pactados; convocar a elecciones pacíficas y transparentes de los poderes del estado de Chiapas y conquistar la paz con honor y dignidad.

Persisto en creer que el foco institucional de esta conquista de la paz sigue estando en el Congreso de la Unión y que, a un año de Acteal, los acontecimientos más recientes indican que es alta responsabilidad de los legisladores, cualesquiera sean su partido o su disciplina, plantear, debatir y abrir a través del Poder Legislativo una inmediata salida institucional para esta situación.