Hace un año fueron asesinados 45 mexicanos pertenecientes al sector social más pobre, más marginado, más oprimido y más desamparado de la sociedad. Eran campesinos indígenas víctimas de la persecución de los grupos paramilitares que operan en Chiapas con la connivencia de las autoridades locales y federales. Eran personas desarmadas, atrapadas en el conflicto que empezó a partir de enero de 1994 y cuyas causas profundas se remontan a décadas y a siglos de racismo funcional, represión sistémica y saqueo institucionalizado.
Fue una masacre anunciada por diversas organizaciones humanitarias y por los mismos asesinados, quienes habían debido abandonar su lugar de origen para refugiarse en el sitio inhóspito cuyo nombre es, ahora, una marca de ignominia y horror en la memoria colectiva de México y del mundo. Acteal es un nuevo renglón del listado en el que se encuentran también Aguas Blancas, Tienanmen, Tlatelolco, Panzós y Cananea. El que se haya advertido sobre el peligro del crimen antes de que éste fuera perpetrado implica que habría podido evitarse y que los organismos del gobierno no hicieron nada por impedirlo.
A pesar de los avisos y las voces de alerta, la matanza de Acteal tuvo lugar y ocurrió, para mayor ignominia, en el corazón de la zona más militarizada del país, la más estrechamente vigilada por supuestos efectivos de seguridad pública, la más trabajada por agentes de inteligencia y de seguridad nacional.
Así las cosas, la operación de exterminio de 45 personas, realizada en el curso de varias horas y prácticamente en las narices de formaciones militares y corporaciones policiales, sólo podía entenderse en razón de la inepcia total de las fuerzas públicas desplegadas en Chiapas --y no es fácil argumentar que no sirve para nada la espectacular y onerosa movilización de las fuerzas armadas y de diversas policías emprendida por los gobiernos federal y estatal en ese estado para contrarrestar la rebelión indígena vigente desde hace cinco años--, o bien en virtud de una estrecha colaboración de facto entre importantes sectores del poder público y los paramilitares asesinos.
Un crimen de estas dimensiones políticas, sociales y humanas habría tenido que obligar a un viraje radical en la política gubernamental hacia la zona de conflicto, cuya bancarrota se expresó, de manera inequívoca, en forma de 45 cadáveres de hombres, mujeres y niños. La matanza habría tenido que inducir a una activación real de las instituciones encargadas de procurar justicia. Habría tenido que producir un cambio en la actitud gubernamental hacia el conflicto.
Pero los asesinados de Acteal, aún después de la muerte, siguen siendo objeto de marginación, discriminación y voluntad de olvido. Nadie, en el gobierno, se ha tomado la molestia de realizar una investigación creíble y de emprender acciones orientadas a procurar justicia. Nadie ha querido ver las evidencias de responsabilidad que conducen a los más altos mandos del gobierno estatal y a funcionarios del gobierno federal. Nada se ha hecho para desactivar los persistentes factores que pueden producir una nueva matanza de campesinos indígenas desarmados.
El Libro blanco presentado anteayer por la Procuraduría General de la República (PGR), y en el que pretende explicarse la génesis del crimen, es un compendio de un año de reiteraciones exculpatorias del poder público e incriminatorias de los propios muertos. El documento podría, sin afán de caricaturizar, resumirse en una sola frase: los indios se mataron entre ellos.
En tanto se siga pretendiendo burlar la exigencia pública de justicia, en tanto no se empeñe una voluntad política perceptible en el esclarecimiento de esta matanza, en tanto no se desmantelen los grupos paramilitares tolerados, solapados o hasta organizados por el poder público de Chiapas, en tanto no se consigne a los culpables intelectuales del crimen de Acteal, seguirá recayendo en los gobiernos federal y estatal la responsabilidad por la sangre derramada, y la nación seguirá viviendo la vergüenza de la impunidad, la injusticia y la barbarie.