En mi remota juventud, no tan remota en los recuerdos y en los apuros de vida, fui empleado bancario durante ocho años. Cuando entré a ``la Mexicana'', nombre de familia para la Sociedad Mexicana de Crédito Industrial, S.A., que dirigía Antonio Sacristán y presidía Adolfo Desentis, cursaba el tercer año de Leyes. Mi ingreso fue al día siguiente del entierro de mi padre.
No tenía yo ni la más remota idea del negocio bancario. Ocho años después, en la dura enseñanza de los funcionarios de segundo nivel que venían de la Banca española, había aprendido muchas cosas. Unos cuantos años hice, en rigor, de auxiliar contable. Después me mandaron a un departamento de filiales cuyo único empleado era yo mismo que se encargaba de ordenar libros de actas y algunas cosillas más. Poco más del último año, serví en el Departamento Jurídico que tenía un jefe, Emilio Krieger, abogado de virtudes excepcionales y en los principios, un solo empleado: yo.
La experiencia fue formidable. Pero de todo, recuerdo en particular el orden moral con que se manejaban las cosas. Lo que años después fue Somex, creció en el rigor administrativo más absoluto. El sentido del deber, el escrúpulo frente a cualquier situación eran reglas inflexibles. Y en mi contacto con los bancos con los que la Mexicana trataba, pude darme cuenta del cuidado con que en ellos, gobernados por ilustres banqueros de nombres ya históricos, las reglas eran las mismas.
Se expropió la Banca en 1982, en aquel inolvidable último informe de López Portillo. Había habido por lo visto una notable fuga de capitales que la Banca, eso sí, auspiciaba. A Miguel de la Madrid no le hizo ninguna gracia recibir las cosas de esa manera. Durante su gobierno los intereses privados se orientaron hacia la especulación en la Bolsa. No puede olvidarse el diciembre de 1987.
Salinas de Gortari regresó la Banca a la vida privada. Pero no fueron ya los mismos personajes. Los hombres de fortuna ganada a costa de muchas cosas, sustituyeron a los viejos banqueros a los que ya no se dio acceso a sus antiguos dominios. No faltó, en los principios, alguna represión modélica para bajar los deseos de recuperación. Era la época primera de Salinas de Gortari, con ejemplos amenazantes para los sindicatos, los empresarios y los banqueros. Tomaron nota. Algunos desde la cárcel.
Los nuevos banqueros, en general, hechos al calor de negocios espectaculares, pagaron fortunas muchas veces superiores en dos o tres tantos al valor real de los bancos. El tufo a arreglos subterráneos era notable. Y así les fue. La vieja moral bancaria desapareció y se produjo la más vandálica ambición agiotista que ha conocido este país con los pobres deudores hipotecarios, mil veces engañados y ahora condenados al desastre por una Suprema Corte que, en el mejor de los casos, interpretó de manera equivocada la ley. El resultado: en lugar de aparecer en las viejas columnas de Ensalada popoff de Agustín Barrios Gómez, hoy los banqueros ocupan en forma destacada la nota roja.
Es claro que no todos son así. Pero no es fácil encontrar las excepciones. Pero para esa Banca nacida de la especulación o del éxito en negocios de otra índole, sin el aprendizaje a pie que exige un oficio tan difícil, el mareo de las fortunas y los créditos cruzados ha sido la nota constante. Si a eso se le agregan las desviaciones de fondos para fines políticos, hasta podría pensarse en una complicidad que hoy devuelve los favores recibidos.
La Asociación de Banqueros muestra su alegría por el fin de las angustias. El PAN trata de justificar lo injustificable. Y el PRI, que ya no gana para vergüenzas: quizá sería más indicado hacer referencia al Partido-Gobierno, se muestra satisfecho de un éxito evidente, aunque haya sido ganado sobre el cadáver económico de la mayoría de los mexicanos.
Quisiera salvar a un nombre de ese desastre: Javier Arrigunaga Gómez del Campo. Director de Fobaproa y un hombre de integridad absoluta que sólo ha cumplido con su deber. Bonito encargo le heredó Miguel Mancera. Lo ha desempeñado con enorme eficacia. Nada de lo negativo le es imputable.
Y me queda el recuerdo grato de mis viejos maestros bancarios de la Mexicana: Antonio Sacristán Colás, Rafael Núñez Escobar y Lorenzo García Méndez. Entre otros.