José Blanco
Incertidumbres y fundamentalismos

Pertenece a la naturaleza de la política hallarse dominada por el corto plazo. Pero en muchos países las fuerzas políticas de la nación han logrado establecer acuerdos que han permitido a la sociedad contar con planes y metas que sólo se cumplen en el largo plazo. Un caso notorio, proveniente del siglo pasado y aún vigente, es el acuerdo bipartito sobre las líneas fundamentales de conducción de la política exterior, en Estados Unidos; otro caso, en nuestro siglo, de gran relevancia, es la conformación de la Unión Europea, que ha sido llevada eficazmente hacia adelante, con independencia de las fuerzas nacionales que han detentado el poder del Estado.

La existencia en México del partido casi único hizo posible decisiones sobre el largo plazo que permitieron la continuidad en obras públicas o en políticas sociales, como en el caso de grandes obras de infraestructura, o, en su momento, la reforma agraria, o los planes educativos transexenales. Lo que, en contraste, ese partido gobernante nunca hizo, fue una reforma fiscal que fortaleciera seriamente las finanzas públicas.

En todo momento la calidad, la pertinencia, el desperdicio y la injusticia distributiva de la obra pública realizada y de los programas y metas sociales alcanzados, fueron criticados por analistas mexicanos y extranjeros, como lo fue también la débil estructura fiscal del gobierno mexicano. Respecto a esta última, el gobierno contó en múltiples ocasiones con propuestas acabadas para corregir los pies de barro de las finanzas públicas. Una de las más sobresalientes fue la que en los años sesenta hiciera por encargo el célebre economista inglés Nicholas Kaldor. Ello no obstante, consideraciones de conveniencia política de corto plazo, vinculadas con la conservación y distribución del poder, determinaron que en México el gobierno sostuviera una de las más bajas cargas fiscales del mundo y, por ende, una raquítica hacienda pública. No haber realizado la reforma fiscal con oportunidad tiene hoy una vez más a la nación en un grave estado y con un gobierno amenazado de parálisis.

Desde principios de los años ochenta se estableció la tendencia de largo plazo al abatimiento de los precios internacionales del crudo. El petróleo no volverá nunca a ser el pingüe negocio que fue en los años setenta: se ha operado ya un vasto cambio tecnológico en la producción manufacturera, tal que ahora el mundo desarrollado consume sustancialmente menos petróleo por unidad de producto y, además, se ha operado un fuerte cambio tecnológico en la propia producción petrolera que ha abatido su costo de producción en todo el mundo. Todo esto el gobierno lo sabe y, ello no obstante, consideraciones políticas de corto plazo lo han mantenido con una estructura fiscal irracionalmente dependiente de la renta petrolera. Ahora vemos y vivimos las graves consecuencias de esa seria omisión histórica.

Por fortuna el régimen de partido casi único pertenece prácticamente a la historia. Pero de igual trascendencia es que las nuevas fuerzas políticas se percaten (aún está lejos de ocurrir), de que en adelante sólo los acuerdos interpartidarios de largo plazo podrán suplir lo que antes podía hacer por sí solo ese partido. La discusión sobre el presupuesto de ingresos y egresos para 1999 se inscribe en ese marco de hechos políticos irreversibles e incertidumbres múltiples provenientes de la aún fuerte imprevisibilidad de la lucha interpartidaria. Como es de esperarse, todo, una vez más, se hará de modo atropellado; no se vislumbran sino cambios más o menos arbitrarios a una propuesta del Ejecutivo que, de suyo, conlleva su propia arbitrariedad, su falta de visión de largo plazo (el recorte educativo es un ejemplo), y sus prejuicios fundamentalistas.

Como veremos, las oposiciones harán cambios a la propuesta a partir de las ideas, distintas en cada partido, sobre lo que es ``justo'' o ``correcto'' en cada rubro; además, cada rubro de gasto será considerado sólo en sí mismo. Es altamente probable que se pierda la visión sobre los efectos de conjunto del presupuesto de gasto, que nadie esté dispuesto a sopesar los efectos macroeconómicos de los cambios, y aún existe el riesgo de que se gaste con mayor ``justicia'', al tiempo que el gasto público no produzca los efectos necesarios de crecimiento del producto y del ingreso nacionales y, por tanto, no se genere el ingreso fiscal suficiente para financiar el ya de suyo deprimido presupuesto de gasto. Es de esperar, asimismo, que todo mundo continúe desinteresado del largo plazo y que, por tanto, ni se establezcan metas nacionales de ese plazo (las únicas realizaciones de envergadura son las de largo plazo), ni se haga nada con la endeblez de la estructura fiscal.

Agregue usted a ese escenario los prejuicios fundamentalistas gubernamentales como, entre muchos otros, el que exhibe sobre el déficit fiscal. ¿Alguien ha recibido los argumentos concretos, macroeconómicos, de por qué el déficit de finanzas públicas debe ser, so pena de lesa patria, precisamente la cifra mágica de 1.25 puntos del producto? Si usted, señor diputado, no la ha recibido, no espere recibirla: no existe.

El déficit, como usted sabe, se financia con deuda. El gobierno puede gastar en rubros sin contenido importado y aumentar el alguna media su endeudamiento interno. Lo que cuenta no es la magnitud del déficit sino el destino de los recursos. Si los invierte en proyectos productivos, en el futuro se generarán los ingresos que permitirán amortizar la deuda. Puede usted proponer que se gasten no en pitos y flautas, sino en proyectos productivos y, así, hoy puede ser mayor el gasto público: ¿qué tal 2 puntos del producto interno? Algunos centros de analistas han estimado que por sí sola la inflación del año que viene puede absorber hasta 2 puntos del PIB de déficit fiscal. Endeudarse así en 1999 exige, de todos modos, establecer una política de largo plazo para la deuda, para la educación y para muchos otros rubros.