Un siglo que termina como empezó: con el signo de la violencia. De nuevo un ataque militar, y de nuevo la muerte y sus heridas, el dolor y sus recuerdos, el odio y su memoria. Es difícil admitir que la violencia sea un camino que conduzca a la paz. Tanto, o quizás más, como lo es aceptar que Irak sea una nación que ponga en riesgo la seguridad nacional de Estados Unidos o de la Gran Bretaña.
Por la vía armada sólo se consigue la sumisión, la derrota del ``adversario'', que ni por mucho garantiza la paz, la seguridad colectiva; por el contrario, multiplica rencores y exacerba enconos, anticipa, motiva y prolonga la guerra. Abona a favor de próximos enfrentamientos.
Oportuno para el momento: los musulmanes repiten que se debe cuidar de elegir bien a nuestro enemigo porque, con el tiempo, en él nos hemos de convertir. ¿A quién ataca la fuerza binacional angloamericana? ¿Contra quién combate? ¿Para qué los muertos? Quizás el enemigo no está afuera y quizás tampoco la legitimidad perdida que se busca recuperar.
Aunque conserva un arsenal considerable, hoy Irak ha dejado de ser un riesgo para el mundo, y particularmente para Estados Unidos, a miles de millas de distancia de esa región. O quizás lo es con la misma intensidad que lo son aquellas naciones --como India-- que han desarrollado la energía nuclear con fines bélicos. Por ello, el ataque no justifica sus objetivos: impedir que Sadam Hussein restablezca su capacidad de producir armas biológicas, químicas o nucleares; frenar las amenazas a los estados vecinos y evitar que se perturbe la estabilidad en la región estratégica de Medio Oriente.
Permanente amenaza de guerra, la disputa por el Golfo Pérsico tiene una historia de más de un siglo, desde la dominación inglesa a partir de 1870 hasta el ataque multinacional de hace ocho años. Historia sin fin, golfo donde gobierna la tensión, esa región guarda 30 por ciento de las reservas mundiales de petróleo. Nadie cede y los muertos y el dolor aumentan no sólo en tiempos de guerra, sino de ``paz''. Una paz que huele a pólvora.
Para la población iraquí, la guerra que empezó hace ocho años aún no termina porque el embargo económico estadunidense no ha sido sino otra forma de la guerra: muerte por asfixia, por inanición, una agonía continuada. Como consecuencia ya han muerto 70 mil personas, entre ellas 20 mil niños (aunados a los 135 mil civiles iraquíes, 60 por ciento niños y 150 mil soldados que murieron en la Tormenta del Desierto y casi 50 de esta última operación militar), la mitad de las mujeres en Irak cubre sólo 50 por ciento de sus necesidades básicas; casi 25 por ciento de los niños nacen con un peso inferior a 2.5 kilogramos (antes de la guerra era sólo 4.5 por ciento).
Oscar Wilde escribió: ``Con frecuencia se dice que la fuerza no es argumento. Eso depende totalmente de lo que uno quiera probar''. Exacto: la fuerza no es un argumento; es una demostración de sí misma. La democracia nos ha enseñado que la legitimidad se conquista con argumentos y acciones de gobierno, que la violencia ilegítima poco ayuda. Ninguna muerte otorga la legitimidad, la aceptación del pueblo, que el ejercicio de gobierno no consigue.
Acérrimos enemigos, a los presidentes Clinton y Hussein quizá los una el daño que ambos le provocan al pueblo iraquí, que, finalmente, no es sino el que padece y sufre los ataques estadunidenses y la dictadura de Sadam Hussein.
El siglo ha sido una extensa lección de barbarie. Todavía hoy, por cada dólar que la ONU destina a sus misiones de paz, las naciones del mundo invierten dos mil dólares en materiales y equipos de guerra.
No podemos cambiar lo sucedido en este siglo: guerras, exterminio bajo criterios raciales, desarrollo de una industria de la destrucción, etcétera; estamos obligados, en cambio, a que no se repita. No supimos cómo evitarlo; aprendamos a prevenirlo.