Después de 39 años de que Morse inventara el telégrafo y un año antes del fonógrafo de Edison, el progreso de las comunicaciones fue enriquecido, en 1876, por Alexander Graham Bell, con un aparato dialogante llamado teléfono, palabra conocida en Estados Unidos, desde 1845, con el significado metafórico de un ``orador del futuro''. País sede de tales inventos, no debe sorprender que el del teléfono gozara de la rápida y perdurable preferencia de los estadunidenses, a tal extremo que a comienzos de esta década tenía en uso más de 50 por ciento de los 600 millones contabilizados en todo el mundo. Dato curioso es el observado por Alberto Barranco Chavarría en 1996: 80 por ciento de las llamadas telefónicas de México hacia el exterior se abonaban al destino final de los estados de California y Texas.
En sus saltos históricos, el teléfono pasaría del disco giratorio a la llamada automática y de la pulsación digital al celular de bolsillo, esa especie de juguete móvil de las antiguas y nuevas generaciones. Aunque inicialmente a muchos les pareciera un intruso, el teléfono no tardaría en ser considerado un aparato de absoluta necesidad, en unos países, y con carácter de servicio público en otros. Sin distinción del usuario mercantil y el particular, en unos; con escalas de prioridades, en otros. Según el investigador George Ras, el caso del Japón sería muy curioso: no sólo había clasificaciones vinculadas a la importancia de cada ciudad, sino a la naturaleza profesional del suscriptor, privilegiándose los de oficinas y negocios sobre los personales.
El teléfono se convertiría pronto en un instrumento de uso familiar, aparte de sus diversas aplicaciones, especialmente en el ámbito mercantil. Las pláticas confidenciales o los apremios de la vida cotidiana se alternarían con los ofrecimientos de servicios comerciales o propuestas recreativas. Y, a menudo, de declaraciones amorosas; también de insultos o amenazas anónimos. Medio habitual de esperas o evasivas, el teléfono fomentaría, como es habitual, las ataduras de la dependencia. Consuelo de viudas, refugio de tímidos, expansión de parlanchines, amenaza de ociosos, el advenimiento del teléfono sólo puede ser comparable al de la imagen electrónica. Umberto Eco ha dicho que ``el teléfono ha propiciado una estética del lenguaje personal''. Su uso intensivo, más allá de la necesidad estricta, aconsejaría a las empresas concesionarias o explotadoras a fijar tarifas ascendentes de cobro, según espacios de tiempo, frecuencias y alcances territoriales, en una operación típica de mercado de consumo.
Pero no todos han sido elogios a las bondades y beneficios del teléfono. Aguda es la crítica de Octavio Paz al considerarle como ``un diablo del escritor'', frente al ``ángel guardián del diccionario''. Lo ha maldecido el poeta Ted Hughes, en unos versos limpiamente traducidos por José Emilio Pacheco: ``Lárgate de mi casa, teléfono/ eres un dios inmundo/ vete y susurra en otra almohada/ no alces tu cabeza de serpiente en mi casa/ no muerdas a más gente/ cangrejo de plástico...
Con la llegada del teléfono celular o móvil, al margen de lo que significa como asombro tecnológico, por su comodidad y facilidades comunicativas, se ha desencadenado lo que el filósofo español José Antonio Marina ha llamado ``la glorificación de la cháchara''. El psicoanalista italiano Ezio Benelli es de los que piensan que el teléfono celular acentúa un doble miedo, el del aislamiento y el de mantener relaciones directas con los otros, miedos sólo aparentemente opuestos. Estudios recientes hablan de que la radiación electromagnética de estos aparatos puede aumentar la presión arterial e incluso provocar infartos.
Todo se aventura. La realidad es que en el mundo de hoy funcionan más de 200 millones de teléfonos celulares, cifra que se duplicará en unos dos años más. Lo que evidencia que es un instrumento útil, inserto en el universo arrollador de las tecnologías contemporáneas de la comunicación. Sin duda, también, pertenece a una sociedad privilegiada. Tanto lo es, que ha borrado las fronteras de la necesidad para transformarse, si no en un artículo de lujo, en una aspiración de estatutos, de opulencia. Basta contemplar el frenesí ostentativo de muchas personas que lo usan tanto en espacios cerrados o abiertos, en la mesa de un restaurante o andando por la calle, como si pertenecieran a otras especie, con muchos rasgos de sonambulismo social, lo mismo en los Campos Elíseos de París, que en la Gran Vía de Madrid, o en la avenida Juárez de México.
Ciertamente, la necesidad del teléfono en México sigue siendo esencial para una gran masa numérica, que agrupa a pequeños comerciantes, empresas semiartesanales y profesionistas de bajos ingresos. Pero este amplísimo sector apenas representa 22 por ciento de la facturación telefónica. El resto, como otra de las paradojas nacionales, es el constituido por el volumen tremendamente mayoritario de los que más pueden, de los que utilizan el teléfono no sólo como herramienta de trabajo y medio de comunicación, sino como testimonio de posición o aspiración. Es decir, el de la sociedad opulenta.