José Huerta Ibarra
El alma obscena del rufián
Quien no conoce la historia corre el riesgo de repetirla.
George Santayana
Para no incurrir en el riesgo de repetir historias nefastas, sin que estemos de alguna manera advertidos de lo que puede suceder, conviene que revisemos la que corresponde a nuestra época. ¿Cuál será la más adecuada? Para decidirlo es muy apropiado destacar algunos de los rasgos del presente y luego buscar entre los miles de episodios históricos aquella época que comparta tales características.
¿Cuáles son las características del presente? Una que parece marcarlo todo es la omnipresencia del cambio. La mayor comunicación entre las naciones hace que se acelere el proceso de cambio social mediante el cual las sociedades menos desarrolladas adquieren las características comunes a las más desarrolladas. ¿Qué otra época de la historia comparte ese rasgo? El Renacimiento fue una etapa extremadamente renovadora, a partir de la cual se formaron los nacionalismos y en la que con la introducción de la imprenta se activó la difusión de la cultura. Se le suele concebir como el periodo de transición entre la Edad Media y el mundo moderno. Pudiera ser aquélla la historia que hemos de rescatar para no incurrir en el riesgo de repetirla. Tratemos de indagar cómo eran los dirigentes durante el Renacimiento y veamos si comprobamos tal hipótesis.
En el libro clásico El Renacimiento en Italia, de John Addington Symons, se asienta: ``La historia de Italia ha estado siempre íntimamente unida a la del Papado; ...en esos 80 años de dominación temporal de los papas, de ambición, nepotismo y libertinaje... desfilan por la Catedral de San Pedro una serie de papas... desplegando un orgullo tan regio, un cinismo tan descarado, una avaricia tan voraz y una política tan suicida... que revela con una fuerza pasmosa las contradicciones entre la moral y las costumbres del Renacimiento''. Subraya la paradójica presencia de gusto por las ceremonias solemnes, la protección de las artes con la de una bárbara ferocidad, gustos rudos y hasta salvajes. Un aparente celo por el dogma (o por la revolución, según el caso), y una disolución de las costumbres. ``...sensualidad sin límite; el fraude cínico y desvergonzado; una política que marcha hacia sus fines por la senda del asesinato, las traiciones, los bandos de excomunión y los encarcelamientos; ...la hipocresía y la crueldad estudiadas como bellas artes; el robo y el perjurio elevados a sistema; he ahí el espectáculo casi diario que en esa época ofrece el pontificado. Y sin embargo, el papa sigue siendo, mientras eso ocurre, una criatura sagrada''. Symons nos hace presenciar cómo el móvil de muchos pontífices era el nepotismo llevado a extremos de sacrificar el país. Se consagraban a enriquecer a sus familiares, toleraban el salvajismo y la crueldad con que forjaban su fortuna. Tenían, por su comportamiento, ``el alma obscena del rufián''.
Desenfrenada ambición e inaudita avaricia son rasgos que obligan a que exista la corrupción en el gobierno. ¿Se han fijado en las cifras que se manejan cuando se descubren los fraudes, el enriquecimiento inexplicable, la comisión de delitos -como la asociación con narcotraficantes-, y muchos otros más? Es obvio que la impunidad era, y es, vigente, y que a la mayoría de los delincuentes les sobraba tiempo para disfrutar del enriquecimiento que aunque inexplicable era, y es, bien gozable.
Sorprende saber que el pueblo no ignoraba la calidad moral de sus dirigentes y hasta le parecía natural que fuesen así. Pese a todo, les rendían honores y manifestaban respeto en las ceremonias oficiales, aunque se expresasen de ellos con las más duras palabras en privado. Sin poder compenetrarnos con la moral de una época pasada y diferente, estoy convencido de que muchos reconoceremos esa actitud. El pueblo no se sublevaba ante lo que presenciaba y sabía. Si hubieran dependido de las votaciones democráticas, los papas habrían ganado, al relegirse al cabo de seis años, sin lugar a dudas. Las religiones, al igual que las revoluciones, tienen un inicio heroico y fervoroso, pero se adaptan enseguida a las convenciones morales de la sociedad que tratan de regular.
Los gobernantes no sentían ninguna inquietud de conciencia. Simultáneamente eran los detentadores del poder, que se suponía debían ejercer en beneficio del pueblo, y lo expoliaban desvergonzadamente. Es obvio que no podían tolerar que se ventilaran los delitos que cometían, por lo que un papa implantó la censura de la prensa. La forma de censura más grave consiste en el asesinato del periodista y la frecuencia de esto, en la actualidad, indica con claridad las presiones, con el propósito de censura, que se hacen a tal estamento. Si no conviene que un juez, como Polo Uzcanga, ventile lo que acontece, hay que asesinarlo y por supuesto garantizar la impunidad del asesino. Cuando el que revela lo que acontece no acepta el soborno, la única forma de censura aplicable es el asesinato. ¿Veremos en prisión a los autores, material e intelectual, del asesinato? Lo dudo.
Es cierto que los modos cambian de una época a otra, pero es indudable que existen constantes. Tal vez sería muy conveniente que organizáramos seminarios para el estudio del paralelismo entre la época del Renacimiento y la nuestra. Podríamos, eventualmente, extraer muchísimas lecciones.
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