Con la aprobación del paquete financiero por el Congreso y la creación del Instituto para la Protección del Ahorro Bancario (IPAB), se consiguió destrabar el asunto del Fobaproa. Después de nueve meses de discusiones y arrebatos partidistas, se pueden ya tomar acciones con respecto a las enormes deudas generadas por la intervención gubernamental en la crisis bancaria. La mayor parte de esas deudas habrá que pagarlas como si fuesen deuda pública, aunque formalmente no lo sean y todo el que quiera puede darse cuenta de ello; los banqueros tratarán de minimizar sus costos en el rescate, tal y como ya se aprecia en el programa de descuentos ofrecido unos días después de aprobada la nueva Ley; los responsables --si los hay y puede probarse que hayan cometido actos ilícitos-- de todo este embrollo en el gobierno y fuera de él buscarán eludir su culpa, y los deudores de la banca seguirán pagando unas deudas multiplicadas por la elevación de las tasas de interés (y esto aun con el flamante programa Punto final).
El espacio de acción para el gobierno se abrió con estas decisiones del Congreso, y la verdad es que ya no había mucho lugar para dónde moverse, sobre todo porque sigue pendiente el tema del Presupuesto Federal para 1999, que enfrenta restricciones económicas y financieras muy fuertes. Pero, a pesar de que se consiguió este respiro, queda todavía pendiente una de las cuestiones esenciales del funcionamiento de la economía: la situación de los bancos. El sistema bancario ha quebrado en dos ocasiones en quince años, una en 1982 y la otra en 1995. La historia de esta crisis, con sus componentes económicos y políticos será, sin duda, un caso ejemplar en la literatura económica, un caso de libro de texto como los que aparecen en los espléndidos libros de Charles Kindleberger, y un muy buen tema para una novela financiera de las que escribía Paul Erdman hace una década.
Puede cometerse otra vez el error de confundir el estado que guarda la situación de los bancos. Y como se hace en el caso de las finanzas públicas en las que se toma una condición de cierto equilibrio financiero como si fuese una expresión de la salud fiscal del Estado, ahora podría pretenderse que por el hecho de que existe un mecanismo operativo como el IPAB se ha saneado al sistema bancario, o aun más, que se ha hecho una reforma bancaria. No hay en esta Ley aprobada en el Congreso, y en el nuevo margen de maniobra que se da a los bancos, elementos para sostener que hay un cambio estructural en los circuitos financieros y económicos del país que provoquen el saneamiento de las instituciones bancarias.
Los circuitos de crédito en el país están sometidos a una fuerte serie de restricciones derivadas de la fragilidad económica. Esto se expresa de diversas maneras como son: el menor ritmo de crecimiento esperado para el próximo año, la necesidad de seguir aplicando una política monetaria encaminada fundamentalmente a la contención de la inflación, la existencia de un alto déficit en la cuenta corriente y la expectativa de una persistente inestabilidad financiera que mantendrá elevadas las tasas de interés y la debilidad del peso frente al dólar. El próximo año se volverán a crear pocos empleos, mucho menos que los que se requieren, caerá el consumo de la población y sus ingresos reales. Los bancos resentirán, sin duda, los efectos de la contracción crediticia y la incapacidad de la población no sólo para endeudarse, sino para cubrir los créditos vigentes. Nadie lo sabe mejor que los propios banqueros que piden que siga el esquema de cobertura total de los depósitos por parte del gobierno y que aceptan la evidente realidad de la necesidad de abrir por completo la participación foránea en los bancos como único medio de capitalización. La reestructuración del sistema bancario no puede lograrse por medio de leyes, aunque éstas contribuyan en lo inmediato a salvar una situación insostenible de inmovilidad. Lo que necesita esta economía es una reforma efectiva de su modo de funcionamiento que después de 17 años muestra su ineficacia y su propensión a las crisis.
Y hay un aspecto de todo este proceso que no debería pasar inadvertido y que se refiere a la incapacidad de fortalecer en términos institucionales el funcionamiento de la economía mexicana. La creación de instituciones sólidas operativamente y confiables para los agentes económicos es indispensable para la verdadera reforma de la economía y del Estado. En esto falla la administración de Ernesto Zedillo y con ello debilita todavía más las posibilidades de expansión de la economía y, especialmente, las bases para el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Tan sólo con respecto a la reciente legislación financiera se aprecian dos casos relevantes. Uno es el del propio IPAB, que ocupa un lugar central en la gestión de la crisis bancaria.
Nace tullido al hacerse inaceptable la participación de dos personajes clave de la conducción del sistema financiero, el gobernador del Banco de México y el presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV). Esto evidencia la desconfianza con respecto a estos señores y, al mismo tiempo, cuestiona uno de los bastiones de la nueva institucionalidad del país, que es la autonomía del banco central. Por el lado de la CNBV el asunto podría volverse de un verdadero régimen de leyes lo que constituiría un verdadero escándalo. El responsable de la supervisión bancaria autorizó a los bancos a no reportar las pérdidas producidas durante el tercer trimestre del año por el efecto del alza de las tasas de interés. Y eso ocurrió mientras se desarrollaba el debate en el Congreso con respecto al Fobaproa, se hizo contraviniendo la oferta de transparencia en el proceso de control de los bancos y con total impunidad. Esto convierte a la CNBV en una CMF: Clínica Max Factor del sistema financiero.