``... las cosas nos aman.''
Alain
Vibración de la luz de las hojas de todos árboles. Bosque traspasado por la violenta caricia del viento. Las copas se acercan, se alejan, se inclinan. Pasa con los dedos el cedro las páginas de su tamaña. Los abedules intentan caminar al abrazo de la yedra sobre la barda. Toma el sol por espejo el follaje y miles de mariposas mueven las alas -sin alejarse. Ondulación de jinetes fantásticos, de bailarinas desgreñadas y verdes.
La parcela aparece prieta, roturada, cuidadosamente lista para la siembra. Adherida al suelo, una delgada capa de vapor matinal hace parecer al humus una extensión cuadrangular de carbón humeante, donde habrá.
Un campesino de camisa blanca camina el surco con la serpiente del agua entre las piernas. El sol le pega detrás y la camisa transparenta su tronco como en una radiografía. Es él su calavera vestida, lleva sombrero de palma y un resplandor blanco donde el aire le llena la ropa. Llega al borde de la parcela y lo traga un bosque de sombra.
El viento arrastra veloces las nubes arriba: el tiempo y sus prisas.
El muro de piedra que separa los predios, del alto de una espalda, semeja el basamento de una pirámide que nadie se molestará en terminar.
Los plazos de vida son tan cortos aquí, tan agrícolas, que ya un año es medida más grande de lo que cabe imaginar.
Los objetos de la casa están para el uso, y para el desuso cuando se rompen de ya no estar. Se pudre el techo y ponemos otro, se desmorona el muro de la parcela y lo acomodamos, o lo dilapidamos para variar y cercamos mejor con púas, o cavamos un hondo surco hasta el manantial que al riego le logramos ganar.
A nadie se le ocurre aquí pensar en pirámides. En una ermita, quizás, y no muy distinta del cobertizo para la leña, la troje de las mazorcas o el jacal.
Las cartas todavía viajan en sobre, y los pensamientos se acunan en el lomo de las mulas. No es un mundo atrasado. Tampoco adelantado. Nada más, como todos los otros mundos, sucede que va.
La ciudad cercana, comercial y medio campesina, atrae innumerables parvadas migratorias. Punto intermedio y menor de una rentable ruta turística, activa su anheloso imán geológico y atrapa un cierto don de lenguas mesoamericanas y europeas. Sin alcanzar la poliglosia ni la dislalia, enseña un empleo más cuidadoso de la palabra dada.
Pero tarda, y tarde o temprano todos se van y vuelve a meterse hasta los huesos la soledad.
En la noche las luces de la ciudad, vistas de lejos, vicarias estrellas, tiemblan de amarillas y ajenas como virgencitas muriéndose de pena.
El calendario es un reloj despacio que da de vueltas. Pasas fríos y calores, pasas sed y no la pasas, pasas la lluvia, pasas la página, el rato, la luz, la noche, la niebla, las ansias. Pasas.
No había túneles triunfales
ni puentes para suspirar.
No había torres de ciencia
ni romas agujas metiéndose al cielo
en la tierra de la mantarraya.
(Nan Vernon: Manta Ray)
Entre los alambres del cerco, suspendidas en una telaraña invisible, giran dos hojas secas que el viento levantó, y aunque no viven, no han muerto. Lejos del árbol y lejos del suelo, mariposas de nada, son imagen que no está. Uno quisiera cargarlas de sentido, de sentimientos, de algo distinto a su nada que sirviera ¿para qué?
Entre las lechugas caminan los hombres y las mujeres. Marchan que juegan. Trabajan la otra parcela. Conectan bien un cabo de manguera. Van por la pala, la coa y la carretilla y regresan. A eso lo llaman hacer la faena.
Encienden el aspersor del riego y a uno, muy fisiológicamente, le vienen las ganas de mear. Y va.
Los hombres y las mujeres reunidos, como si bailaran, laboran manos y herramienta, a plenas.
La tarde reclina su luminosa cuchilla al ras de la tierra húmeda, ahíta, blanda de ser trabajada. Le queda a la tierra la noche, espacio y rizoma, sólo en apariencia descanso, con su sed a la espera.
Más al fondo, ya no se distingue bien. Nubes detenidas, girones de sol, un rescoldo y la lánguida sombra.