Bárbara Jacobs
Los parientes de Kafka

No todos tenemos por meta callar a los demás con un dato en una reunión. A mí me falla la memoria ante otros; en cambio, frente a una página en blanco soy capaz de recordar de pronto a Elizabeth Baleney, la joven que se enamoró arrolladoramente del doctor Samuel Johnson y que, al no ser correspondida, murió de amor. Cuenta Boswell en la biografía de aquél que, moribunda, fue visitada por Johnson, pues alguien le había hecho saber que aquella mujer lo amaba, lo perseguía y estaba agonizando por él, cosas de las que Johnson parecía no haber tenido el menor conocimiento hasta ese momento.

Pero, como era de buen corazón, fue a visitarla en su lecho de muerte y, con toda la dulzura de que fue capaz, le pidió que se casara con él.

Conocer algunos detalles de la vida de Johnson, el gran escritor inglés del siglo XVIII, su fealdad, su corpulencia, su desaliño, viudo de una mujer que le duplicaba la edad, apegado a su madre, sin duda haría resaltar el drama del episodio de la ``desconocida que dejó esta vida el 20 de septiembre de 1694'', según escribió el propio Johnson en su lápida, en la Catedral de Lichfield, su ciudad natal; y ciertamente no lo anularía como dato asombroso.

Sin embargo, la vida de escritor con más datos curiosos que recordar es sin duda la de Franz Kafka. Anthony Northey, estudioso de Kafka, define como ``adaptaciones'' las alteraciones que el autor checo aplica a su realidad inmediata para transformarla en literatura. ``No todo fue como tú lo pintas'', dice uno de sus personajes, pues Kafka sabe que, ``con cierta indiscreción, ha adaptado con vistas a sus propios objetivos la historia de sus parientes''.

El drama de Kafka era otro. Su padre le reprochaba su ``falta de espíritu de familia'', y, aunque Kafka confirmaba con gusto esta carencia, al mismo tiempo hizo de sus parientes su materia prima. ¿Cómo se enteraba de ciertos detalles?, le echaban en cara; y Kafka anotaba en su diario: ``Las duras penas y las alegrías de mis parientes me aburren en lo más hondo de mi alma''. Más estrategia que confesión, la ambigüedad está en la necesidad de Kafka de absorber las penas y las alegrías de su familia, ni pequeña ni precisamente conservadora, para adaptarlas en material tan increíble como inagotable.

La disyuntiva entre determinar la literatura de Kafka como realista o como fantástica desaparece si definimos su técnica así: aplicación de la imaginación a la realidad. Su realidad le daba con qué. Uno de sus tíos de Bohemia fue directivo en los Ferrocarriles de Madrid; otro, fue decisivo en la construcción francesa del canal de Panamá; ambos tuvieron negocios en el Congo; uno de ellos llegó a estrechar la mano del presidente Theodore Roosevelt, en Washington; y el protector de ambos aportó la prueba definitiva en la exculpación del capitán Alfred Dreyfus, lo que, por un instante cosmológico, hizo posible que Kafka y Proust pudieran haberse conocido.

El espíritu de zozobra presente en la literatura de Kafka no puede deslindarse de las aventuras de sus tíos en los negocios en el mundo. ``El tendido ferroviario terminaba, literalmente, en la soledad del páramo congolés'', ilustra Northey, ``pero Kafka hizo de ese desolador estadio intermedio un estado permanente, desprovisto de esperanzas y de perspectivas''.

Varios miembros jóvenes de la amplia familia de Kafka, de su generación, emigraron a Estados Unidos, y de ellos parte Kafka para crear a Karl Rossmann, el protagonista de su novela América.

Otro de sus parientes, que, tras emigrar a Buenos Aires y acabar finalmente casado en Nueva York con una neoyorquina de la alta sociedad, con quien, en un momento dado, fueron vecinos de Jay Gould y John D. Rockefeller, por ruptura de contrato llevó a los tribunales a su socio, el general T. Coleman du Pont, y al ministro de Hacienda de México, nada menos que Adolfo de la Huerta, cuando éste llegó a Nueva York en visita oficial en junio de 1922. Un hermano de este tío, Frank Kafka, trabajó un tiempo en La Habana. Un primo se quedó en Chicago, en la tienda Sears Roeburk, y cuando regresaba a Praga de visita, horrorizaba al resto de la familia porque rompía y tiraba a la basura el papel de envolver, en lugar de doblarlo cuidadosamente y guardarlo para otra oportunidad, como hacían los demás, que se quedaron en casa, sin emigrar.

Kafka quiso romper con la familia y emigrar; lo intentó; no lo consiguió. Imaginó, a través de sus parientes emigrantes, lo que quiso conocer y no pudo. La pregunta sería, si hubiera corrido las aventuras que corrieron sus tíos y sus primos, ¿qué habría escrito? ¿Cuál habría sido su mundo imaginario, qué detalles habría escrito? ¿Cuál habría sido su mundo imaginario, qué detalles habría alterado para aplicar la imaginación a la realidad? Uno de sus primos no emigrantes, como él, se suicidó joven cuando se enteró de que no había sido admitido en una academia de cadetes de caballería de prestigio; uno de sus tíos, no emigrante, como él, el tío Rudolf, pasó a ser, en el diario de Kafka, ``un hombre indescifrable, en extremo amable y modesto, solitario, y a la vez casi locuaz''. O sea, ``el loco de la familia'', según el estricto padre exitoso de Kafka; ``un personaje ridículo'', condenado, en términos del escritor, a vivir solterón, con su padre, con quien estaba enemistado; eterno contable de una cervecería, en las afueras de Praga.