La decisión del Congreso estadunidense de promover un juicio político contra el presidente Clinton, bajo los cargos de perjurio y obstrucción de la justicia, no tiene precedentes en la historia moderna de Estados Unidos, esto es, en la época de su desarrollo como potencia, primero regional y después mundial, ya que el proceso contra el presidente Andrew Johnson, a mediados del siglo XIX, pertenece más bien a un lejano pasado provincial.
Hoy, en medio de una grave crisis mundial, el presidente de la primera potencia económica y militar no sólo enfrenta la perspectiva de ser destituido con ignominia, sino que también declara estar dispuesto a llevar hasta el fin su lucha contra el Congreso, donde su partido es minoritario. Y aunque resulta improbable, aunque no imposible, que dos tercios del Senado voten en favor de la destitución del mandatario (para ello sería necesario que la mitad de los senadores demócratas se sumaran a los republicanos), lo cierto es que el juicio político contra Clinton que tanto el pueblo estadunidense como la opinión pública mundial ven con asombro y hastío es un indicador del derrumbe de los preceptos del equilibrio perfecto institucional y de la democracia, ambos pilares de la estabilidad de Estados Unidos.
¿Dónde queda, en efecto, el contrapeso entre los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial que Tocqueville alababa? ¿Dónde la supuesta preocupación por el interés público, si el presidente, ignorando al Congreso y la legalidad internacional, ordena el bombardeo de Irak -ataque que al contribuyente le cuesta centenares de millones de dólares- simplemente por motivos políticos internos y de poder?
Si el Watergate, que obligó a renunciar a Nixon, hundió la creencia popular en la rectitud y ecuanimidad del presidente, el dilema en que se debate Clinton, y los delitos mismos por los que será juzgado en el Senado, minan la estabilidad del sistema e, incluso, ponen en entredicho la continuidad de la hegemonía estadunidense en el contexto de la geopolítica mundial.
Para muchos, el impopular intento de revertir la voluntad de los electores mediante el proceso legislativo de destitución y la incertidumbre en la que se encuentra actualmente Clinton le restan credibilidad a la democracia de un país en el que, hasta ahora, una oligarquía había conseguido gobernar gracias al consenso de una población que creía realmente vivir en la única nación democrática existente.
Mientras Clinton, en su lucha contra el Congreso ha llegado al extremo de decidir por su cuenta sobre la guerra o la paz y, con el ataque a Irak, desmanteló los esfuerzos diplomáticos realizados por su administración ante China, Rusia y el mundo árabe, es probable que los congresistas republicanos cualquiera que sea el veredicto del Senado continúen con sus ataques a la Casa Blanca en aras de modificar su política y, en todo caso, aprovechar el descrédito del mandatario para recuperar la presidencia en el 2000.
Y aunque finalmente Clinton no fuese destituido, la presente crisis institucional abre una serie de incógnitas, cuya resolución será determinante para la política de Estados Unidos y del resto del mundo en los próximos años. ¿Cómo reaccionarán los ciudadanos ante un escenario bipartidista en el que, como se ha visto, ambas partes han distorsionado severamente el espíritu de la democracia en defensa de sus intereses particulares? ¿Cuál será la actitud de la sociedad estadunidense cuando sus representantes dejan de lado asuntos tan importantes como la seguridad social para volcarse en una disputa hipócrita y oportunista? ¿Se mantendrá la hegemonía internacional de Washington cuando, a la par que se agravan las tensiones en múltiples regiones del mundo y Europa se fortalece, las pugnas internas condicionan la política exterior de Estados Unidos?