Jordi Soler
Maniobras para bajarse del coche

Conducir un automóvil tiene sus dificultades. Avanzar a tantos kilómetros por hora, esquivar a los que no alcanzan esa velocidad y dejar pasar a los que la superan. Detenerse cuando hay luz roja. Y encima ir coordinando las manos que dan vuelta al volante, bien contrapuestas con la otra mitad del cuerpo, que son las piernas con su propia fiesta, la de ir pisando el acelerador y el freno, y dependiendo del sistema, también el clutch. Esta serie de dificultades se reconcentra cuando al final del viaje hay que estacionarse en algún lado. Se supone que el automóvil que estamos delineando con estas letras circula por la ciudad de México, o por una ciudad igual de caótica, si es que la hay. Cuando este automóvil llega a su destino, supongamos que es un restaurante, el conductor se encuentra con una serie de alternativas. Puede, por ejemplo, guardar el coche en un estacionamiento; esto implica dejarlo en manos de un bárbaro que antes de treparse frente al volante le echará en cara los rayones, tallones y abollones de la lámina, luego ofrecerá un lavado-encerado-y-armoroleado y, como acto final, se internará a una velocidad inconcebible entre dos filas de automóviles, por un espacio estrechísimo donde normalmente no entraría ni el bárbaro sin el automóvil. El conductor saldrá de ahí con la garantía, física y emocionalmente insuficiente, de un papelito amarillo. Otra alternativa es dejarlo en manos (y pies) de una de esas bandas de sospechosos con gafete y peto rojo que se han bautizado con el desproporcionado nombre de valet parking (ni son propios como un valet, ni estacionan propiamente el coche). Uno de estos sospechosos recibirá el automóvil que ahora delinean estas letras, le aplicará la misma revisión que el individuo del estacionamiento y a cambio de un papelito, tan insuficiente como el del caso anterior, se lo llevará calle arriba o calle abajo a estacionarlo, en ese lugar lejano, oscuro y siniestro que el conductor, ni en la más heróica de sus borracheras, hubiera elegido para su automóvil. El estacionamiento y el valet parking son las opciones más costosas que tiene el conductor al llegar a ese restaurante trazado, igual que el automóvil, por estas letras; tendrá que pagar la tarifa establecida más el añadido de la propina para el individuo que ha ido por el coche y que, en el caso del valet, hasta se ha dado vuelo paseándose, o se ha tirado una siesta, cuya tibieza persiste en el asiento del copiloto, o se ha devorado media docena de tacos, cuyo olor tibio persiste por todo el interior. Para evitar el costo y el manoseo que implican estas dos alternativas, el conductor puede optar por estacionar su automóvil en la calle. Esta opción también tiene sus complejidades. Para empezar puede presentarse el caso nada agradable de que el conductor, al salir del restaurante, no encuentre el coche donde lo dejó, ni en ningún otro lado. Esto puede resolverse parcialmente, encargándoselo a uno de esos vigilantes civiles, dueños virtuales de la calle, que andan siempre armados de una franela roja, que sirve para lavar el cofre o controlar el tráfico, o para ambas actividades simultáneamente. Desde luego conviene aceptar cualquier servicio extra que el dueño virtual ofrezca, lavada, encereda o armoroleada. Así, el vigilante de franela roja, al estar esperando la paga del conductor, no atentará contra el automóvil ni contra alguna de sus partes. Esta tercera alternativa saldrá igual de costosa que las otras dos, pero tiene la ventaja de que el precio incluye un servicio extra, además de la simple vigilancia. Estacionarse en la calle, a diferencia del valet parking o del estacionamiento, requiere de un ritual cada vez más largo. Una vez que el coche se ha estacionado, antes de apagar el motor, es necesario voltear a los cuatro lados para asegurarse de que no hay un ladrón, secuestrador o policía acechando. El conductor apaga el motor, saca una barra con chapa que coloca a lo largo del volante para asegurarlo, inmediatamente después quita la carátula del autoestéreo, esconde los casetes debajo del asiento, vuelve a checar que en ninguno de los cuatro lados acecha ningún malora, se baja del coche con la carátula del autoestéreo abultándole la bolsa de la camisa, instala la alarma general y camina hacia el restaurante. Este conductor, delineado por estas letras, ahorraría tiempo y salud si viviera en una ciudad donde estacionar un coche fuera, nada más, estacionar un coche. Esta puede ser una visión del futuro en una ciudad tan caótica como la de México, si es que existe : el conductor se estaciona, checa los cuatro lados, apaga el motor, quita la carátula del autoestéreo, el volante, la palanca de velocidades y los pedales. Baja del coche y quita las calaveras, los faros, la parrilla, la antena, las molduras, los escuditos y las llantas. Guarda todo, en un tiempo récord, dentro de una caja enorme. Termina con las manos y el traje manchados de grasa. Aliviado porque los ladrones difícilmente tendrán qué robarle a su automóvil, entra al restaurante donde tenía la cita, arrastrando esa caja enorme.

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