Aunque la experiencia directa es determinante para evaluar la realidad, generalmente no es suficiente; algo le falta. A veces, incluso, se vuelve un obstáculo que impide la comprensión y el observador debe poner las cosas en perspectiva.
Ese es el caso, precisamente, de la Central de Abasto de la ciudad de México. Al caminar por sus pasillos, recorrer expendios y bodegas, la exuberante abundancia de una amplia gama de productos trastorna el buen juicio.
Para comprenderla es preciso substraerse de la experiencia directa y reflexionar. Pensar, por ejemplo, que en sus bodegas y puestos se expone la casi totalidad de los alimentoa que consumen diariamente 22 millones de habitantes del Distrito Federal.
La diversidad de colores, olores, texturas y sabores de frutas, flores, granos y legumbres; el agitado trajinar de los diableros y la multitud de compradores, son elementos que saturan los sentidos y hacen que el espectador pase por alto cuestiones esenciales.
Los colores de las granadas, uvas, fresas y frambuesas; la diversidad de verdes que despliegan flores, yerbas y hortalizas remiten a experiencias sensuales, palatinas, muy lejanas de la idea del consumidor final.
En este sentido, la Central es tan cachonda que uno se olvida de que está en el mero estómago de la ciudad, en la Gran Lonja, en uno de los mercados más grandes y abundantes de la Tierra.
Sólo mediante la reflexión, uno se acuerda de los 12 mil comerciantes que forman la comunidad de la Central, y de las 25 mil toneladas diarias de diversos productos alimenticios que ponen en el tracto digestivo de cada uno de los capitalinos y sus huéspedes.
Bien vistas, esas cifras muestran un mercado rico, y no solamente al paladar: 12 mil distribuidores para una horda de 22 millones de consumidores consuetudinarios fieles y seguros.
La agitación de productores y consumidores, el pasado tráfico de modernos tamemes o diableros y de prósperos pochtecas inhiben todo análisis.
Una simple distribución aritmética arroja una relación promedio de mil 667 consumidores menudistas por cada mayorista -difícilmente otro mercado ofrece esa concentración de consumidores potenciales.
Entrados ya en esa lógica, a veces absurda y generalmente abstracta, el encanto táctil y sensual de la experiencia directa poco importa.
Desde esa perspectiva material, el misterio del mercado se encuentra en las estrategias de distribución y venta. Entonces el observador se entera de que la Central de Abasto aglutina dos mil 182 bodegas y mil 445 locales comerciales en un área de 328 hectáreas -algo así como 55 veces el Zócalo de la ciudad. Las cifras muestran una elevadísima concentración: poco menos de 3 mil 600 comerciantes mayoristas con posibilidad de armar inventarios, de anticiparse a las altas y bajas del mercado... y muy capaces de especular.
Mirando l as cosas en perspectiva, el negocio es redondo: allí, la relación entre consumidores y mayoristas es de cinco mil 600 a uno.
Ese selecto grupo empresarial -que aún admitiría otro cedazo, pues existen monopolios bodegueros- representa la élite de la Central de Abasto, pues por sus bodegas y comercios pasa cada uno de los alimentos que se sirven en todas las mesas de la ciudad, desde las más lujosas hasta las más modestas.