Habana sin camisa
Eliseo Alberto
Tengo, vamos a ver,
Lo que tenía que tener.
Nicolás Guillén
Antes de quitarme el pulover y sentarme a escribir (a tono) esta nota sobre las descamisadas fotos que el mexicano Raúl Ortega tomara en la siempre fiel ciudad de La Habana, me sumerjo en el pozo de la memoria para sacar del fondo algunos datos que, a lo mejor, pueden ayudarnos a entender por qué diablos los habaneros y las habaneras pasamos el santo día y la maldita noche pateando el malecón de punta a rabo, casi desnudos, musicales, aburridos y bailadores, mientras a escondidas el salitre del Caribe roe y roe las fachadas con sus colmillos de rata. Fray Bartolomé de las Casas, en el verso más audaz de sus crónicas, asegura que a punto de descubrir tierra firme, los presidiarios de Cristóbal Colón ``toda la noche, oyeron pasar pájaros''. Podría voltearse la moneda: toda la noche vieron pasar barcos -los pájaros. Depende de quién escuche o mire. Cuba es una hembra rodeada de sustos por los cuatro puntos cardinales; al norte, el Norte con mayúscula; al sur, los huracanes; al este, el misterioso Triángulo de las Bermudas; al oeste, la corriente del Golfo de México. El que aprende a amarla, y no resulta obligatorio haber nacido allí para adorarla, acaba alucinando: entonces imagina la isla en medio de ese mar azul e implacable, bajo aguaceros torrenciales, agredida ola a ola por las mareas cambiantes. ``!Ah¡, Labaná...!Ah¡, Labaná'', reza una rumba popular, tan triste que para qué les cuento. Las espléndidas fotos de Raúl deciden más que mis palabras: mientras las miran les hablo.
Unos le llaman la isla de corcho porque siempre sale a flote; otros, el prostíbulo de América, la isla del tesoro, el caimán barbudo, la isla del cundeamor, el satélite ruso, la isla que se repite, la plaza sitiada, la isla que no se rinde ni se vende. En algún libro he leído, desconozco cómo se supo, que cuando Cristóbal Colón tropezó con el primer aborigen de mi tierra, el soñoliento isleño le dio por saludo un enorme bostezo, tan hondo que cinco siglos después sirvió para contar un chiste bobo: ``!Caramba: nos descubrieron!'', dicen que exclamó el abúlico taino. Tal vez por culpa del calor, que en la isla derrite el asfalto, o por la humedad que le ablanda a uno los doscientos ocho huesos del esqueleto o, incluso, por los vaivenes del clima, la crisis económica, el bloqueo norteamericano, la caída del Muro de Berlín, los caprichos de El Niño y el Agujero de ozono (justificaciones nunca faltan), lo cierto es que La Habana parece condenada a desplomarse al término de su primer siglo independiente, en monumental revolcón de cuarteles, altares y algún que otro cabaret. Mucho se hizo en estos cien años fragorosos, sesenta republicanos y cuarenta socialistas, y a gran velocidad en ambos proyectos sociales: con tanta urgencia que cuando vinimos a darnos cuenta ya era tarde y las paredes del portal se habían careado, las vigas de los techos enseñaban sus nervios de acero y las persianas francesas se zafaban como dientes en los podridos ventanales. Si La Habana no se destimbala de una vez será porque la pobreza no es necesariamente pesimista, así como riqueza no garantiza la felicidad, y sus hombres y mujeres la apuntalan con esa alegría casi irresponsable con que nosotros enfrentamos la tragedia. ``Da igual un homenaje que un entierro'', decimos y esa frase quizá fuera la misma que tenía en la lengua aquel vago aborigen que suspiró el primer bostezo de nuestra historia. Pero ojo. Los habaneros y habaneras que aparecen en las fotografías de Raúl, sin camisa o malvestidos, pescadores y pecadores, tienen en contra el tiempo, y lo saben. Lo sabemos. ``La Habana no aguanta más'', afirma el genial Juan Formel en un son montuno que muchos venimos bailando desde hace unos quince años. Y resulta que sí. Que aguanta. De alguna manera chapotea en aguas de albañales. No sé cómo. Ni por cuántos ciclones -políticos o naturales. Por eso aplaudo el ensayo fotográfico de Raúl, porque se propone mostrar no demostrar, ver no curiosar, hacernos sentir no forzarnos a la crítica. La mirada no rasca: encuentra. No se retrata aquí a la pintarrajeada adolescente que caza turistas vejetes en plena vía sino a una muchacha cualquiera, sin esperanzas, que sueña tener, vamos a ver, lo que tenía que tener; el artista no se regodea jamás en la ruina de los caserones sino más bien se acerca respetuoso al hogar donde una familia cubana sobrevive con lo que porta encima. Vaya hazaña. Mis compatriotas miran de frente a la cámara, como un condenado que, de pecho al pelotón de fusilamiento, imparte las órdenes de fuego en voz alta. La actitud es una mezcla de desafío, orgullo, soberbia y arrogancia. ``Pobres pero decentes'', decimos mientras claveteamos con un zapato el ventanal podrido. Una distracción, un enérgico reclamo al margen de este artículo: a los varones desahuciados y ventajistas que compran boletos de avión a precio de autobús y mariposean por Cubita Libre en busca de alguna princesa barata a quien alquilar su cuerpo de lujo en hoteles Dos Estrellas, les exijo que al menos tengan la hombría de portarse como caballeros, aun sin serlo, y por tanto se esfuercen en conseguir el milagro de que ella se sienta un poco feliz, un rato feliz, feliz de a de veras, antes de pagarle con una escupida de dólares en la cara y regresar, luego-luego, volando a casa.
Cada tarde, cuando el sol declina, el habanero altanero y la habanera pizpireta se sientan en el muro del malecón, de espaldas a la ciudad, e imaginan lo que puede estar sucediendo detrás de ese horizonte que esconde tanto mundo. La marea escala los arrecifes y nos recuerda que las islas son veleros encayados en la arena. Los niños que nadaban por la costa acaban braceando entre los astros. ¿De qué chismean mis queridos paisanos? Del que se fue, ¿qué será de él? Del que se casa, ojalá le vaya bien en su quinto matrimonio. Del que se marcha, ¿volverá? Del que regresa, ¿qué nos trae? De la vida, conversan. Al fondo, los desplomes. Catástrofes. Derrumbes. Temblor de vecindad. El tedio dinamita las calles. La vieja Habana Vieja, es una bomba de tiempo. Entonces subimos el volumen del radio portátil para aplacar los estrépitos de las piedras rodantes. Noticias. La Bolsa en Tokio cerró a la baja. El Duque Hernández, el pitcher balsero, lanzará el cuarto juego de los New York Yanquis en la Serie Mundial de Béisbol. Mañana sabremos qué mordisquearon las ratas de sal. Mañana, mi China, ahora goza la vida, cosita linda. Mañana. Qué brisa, caballero. No se puede pedir otro milagro. En lo oscuro, aletean los pájaros fugitivos. Toda la noche, ola por ola, oímos pasar barcos.