Olga Harmony
Las historias que se cuentan los hermanos siameses

Luis Mario Moncada y Martín Acosta, promotores de Teatro de Arena e integrantes de ese otro grupo -La máquina de teatro- que aglutina a excelentes jóvenes teatristas, vuelven a colaborar en una de esas adaptaciones que tan buenos resultados les han dado sobre todo cuando alían drama y narración. Ambos exploran, conjunta o aisladamente varias vertientes teatrales, por lo que estas Historias que se cuentan los hermanos siameses es una propuesta bien diferente a la de Cartas al artista adolescente con la que podría compararse. Es verdad que estamos otra vez ante un cubo de madera -cuya parte posterior será una cámara negra y dorada cortina al final- y que aparecen las maletas de latón -casi una cita del recurso usado en la obra anterior- pero la intencionalidad es otra. Por cierto que se le celebra a Martín Acosta que vuelva a la economía de medios en que el único elemento escenográfico, aparte del rojo cubo de madera, sea una cama de latón. Yo creo que lo que se debe celebrar de estos dos creadores es que utilicen los elementos que mejor cuadren a cada proyecto.

Los siameses son dos personajes que resultan uno mismo, contenidos en uno de los extraños diálogos autobiográficos -y bastante autocelebratorios- que Truman Capote incluyó en su volumen Música para camaleones y que titulara Vueltas nocturnas. O experiencias sexuales de dos gemelos siameses, título este último que Sophie, personaje de Michel Tournier, atribuye a un relato de su padre-autor en maliciosa vuelta de tuerca. El relato de Capote y el de Tournier se entreveran desde un principio. Truman y Capote (en el original ambos son TC, las iniciales del propio Truman Capote), los siameses, aparecen unidos por la pelvis para separarse de inmediato. Capote narra la Leyenda de San Julián el Hospitalario, de Flaubert, tal como TC la recuerda. Me imagino que este arranque obedece a dar cuenta de que los siameses narran historias y también porque irá perfilando al personaje de Jean, el vagabundo inmóvil, interpretado por el mismo actor (Mario Oliver) que encarna a Capote -una de las dos voces de Vueltas nocturnas- al igual que Paul y Truman lo son por el otro (Ari Breckman).

A la ambigüedad inicial entre los relatos de Capote y Tournier se opone el manejo de los siameses, cuando son los que cuentan la historia, unidos por la pelvis, diferente al que se hace con Jean y Paul en presencia de Sophie (Romina Garibay). Al incierto final de Tournier también se opone el muy definitivo de Capote. Juegos y rejuegos que no ofrecen mayor dificultad a la comprensión del espectador porque la mezcla de narración (casi toda debida a Sophie) y acción escénica van formando un hilo conductor entre las historias debido a dos escritores tan disímbolos como el francés y el estadunidense, que suponen un reto mayor para los adaptadores que los dos textos de James Joyce con el que armaron la Carta... o su adaptación de Hamlet. Y luego, están las dificultades que se amontonan para los dos actores protagónicos, no al hacer dos personajes cada uno, sino la muy precisa acrobacia necesaria para los momentos en que se mueven como siameses.

Moncada y Acosta juegan con otros temas colateralmente. La entrevista que Truman Capote se hace a sí mismo en voz de los siameses, aquí se muestra como el recuerdo del miedo infantil de cada uno, que el hermano no recuerda: la vertiente de la fragilidad de la memoria está allí apenas apuntada. Las listas de personas vivas que les resultan desagradables (y que aquí son repetidas mientras se masturban) es utilizada para una que otra pulla personal o política. Y la historia de Michel Tournier va siendo hábilmente dosificada hasta que se apodera de la escena, literalmente.

Movimientos y actitudes, la gestualidad entera, de los actores cuando son siameses, resulta muy brillante y muy bien hecha. Pero no hay que hacer a un lado los delicados momentos de dirección de Martín y las soluciones escénicas que imagina: Capote habla de un río con un vaso en la mano, y lo obvio es evitado y el agua nunca corre, aunque después hará el sonido de la lluvia, o las composiciones escénicas en varios planos no advertibles a simple vista. El desempeño de los tres actores es muy bueno, menos vistoso el de Romina Garibay, con su rojo pelo que imita el de la muy homenajeada -por los autores- Jane Fonda (y que no es la única referencia cinematográfica del texto, pero sí la más constante). Martín Acosta se apoya en la iluminación de Matías Gorlero, el vestuario diseñado por Martín López y Marina Meza, y el entrenamiento que Bruno Castillo brindó a los actores varones para que salieran avantes en su desempeño.