Varios días transcurrieron desde que tuve oportunidad de enfrentar, durante una función dedicada a la prensa, Abril (1997) de Nanni Moretti, y todavía no me explico cómo pudo ser elegida por el estricto comité seleccionador francés para participar en el festival de Cannes 1998. ¿Acaso, porque Moretti es para la crítica europea una figura destacada del cine italiano? O, ¿tal vez porque su cinemática recorre hasta el último recoveco visual y narrativo una problemática personal, enriquecido así, el ahora legendario cine de autor, al viejo estilo de Truffaut, Chabrol y Godard? Lo cierto es que ese transvase a las pantallas, de la domesticidad morettiana, no debió estar presente ni en Cannes ni en la muestra XXXII.
En cambio La heredera, de Holland (nació en Varsovia, trabaja en la Europa occidental y en EU), recreación en los dúctiles fotogramas de la novela de Henry James, Washington Square (1881), me produjo intensas impresiones. Las emocionales estuvieron a cargo de los ambientes decimonónicos donde transcurre el incestuoso acercamiento entre padre (doctor Austin Sloper, encarnado por Albert Finney) e hija (Catherine, alentada por Jennifer Jason Leigh). Los intelectuales no fueron otros que aquellos que me planteo ahora: ¿es admisible desde el punto de vista narrativo manejar esta incestuosa relación con tonalidades melodramáticas?
Retomemos la pregunta de nuestro artículo segundo sobre la muestra XXXII: ¿cumplió Thomas Vinterbeg -cineasta fundador de Dogma 95- con los postulados propuestos por aquella nueva ola cinematográfica durante la creación-realización de Festen, la celebración? Sí, cumplió con creces, porque en aquel infierno freudiano en cuyo ardiente interior alienta la familia del industrial Helge Klingenfelt se materializaron las reglas -dogma de la novísima estética. Por ejemplo, las que ordenan utilizar locaciones auténticas, cámara en manos del operador en continua movilidad, rechazo de filtros y efectos ópticos, iluminación al servicio de la dramaticidad y desde luego cualquier aproximación a los géneros creados por la industria.
Más allá de los postulados del que será el postrer movimiento cinemático magistralmente expuesto en Festen..., me impresionó por diversos motivos Doctor Akagi, de Shohei Imamura. Primero, por la recreación documental de las diversas caracterologías que fatigaron una aldea japonesa durante los últimos días de la Segunda Guerra. Segundo, por el constante enfrentamiento entre ciencia y militarismo. Tercero, por la comparación entre la libertad de elección que practican las bacterias para ejercer la reproducción de su especie y la enmarañada (religión, moral, costumbre) que adopta el ser humano para obtener idéntica finalidad.
Apartémonos de geishas, bacterias, ballenas y atómicos resplandores para ir al encuentro memorístico de las imágenes más impresionantes de El ladrón (1997), filme del moscovita Pavel Chukrai. Entre otras, las que encadenadas en hermosísimas secuencias reproducen en las pantallas de una manera nunca antes vista a los que vivieron en 1952, tiempo terminal de Stalin.
En cambio La trampa, del estadunidense David Mamet, cinta a propósito de los delirios paranoicos que fatigan a las altas esferas de la sociedad neoliberal, me impresionó como anticipo narrativo de las oscuras fuerzas emocionales que pronto pondrán en jaque a los adscritos a aquella teoría institucional que ha trastocado en aldea universal a la Tierra). También fue una propuesta ideológica la que me impresionó durante la extensa/intensa proyección de Elizabeth, del hindú Shekhar Kapur. Propuesta que nos informó de manera convincente sobre la capacidad que posee la mujer para resolver positivamente problemas políticos y sentimentales. Elizabeth, la ``reina virgen'' que gobernó a Inglaterra durante 45 años, fue quien vino a representar este indudable don. Más acá de este decisivo feminismo, me impresionó el uso expresivo del maquillaje y el vestuario que otorgó a Cate Blanchett, la australiana que encarna a Elizabeth, a recrear con mayor intensidad la dinámica existencial de aquella mujer extraordinaria.
Una última impresión, la que me provocó el filme del británico Kenneth Loach, Mi nombre es Joe, cuyo protagonista Peter Mullan (Joe) obtuvo en Cannes, este año, el gran premio a la interpretación masculina. Impresión de vibraciones neorrealistas que alude a la capacidad que tiene Loach para realizar una aproximación minuciosa de la realidad, que nos permitió esta vez penetrar en las vicisitudes de un grupo de obreros desempleados que circulan en Ruchill, barrio miserable de Glasgow, en Escocia.