José Steinsleger
Indice de abuelidad

Uno de los aspectos más conflictivos que enfrentan los gobiernos democráticos de América Latina es el vínculo directo entre independencia del poder judicial y vigencia de los derechos humanos. En países como Argentina, Chile y Uruguay, asolados por tiranías militares, la instauración del orden constitucional llevó al anhelo natural de conocer la suerte de miles de personas asesinadas o desaparecidas entre 1973 y 1990.

En 1984, el presidente Raúl Alfonsín dispuso la conformación de la Comisión Nacional de Desaparecidos (Conadep). Asimismo, nombró a un fiscal que se encargara de devolver a sus familias los niños nacidos en campos de concentración y estableció el Banco Nacional de Datos Genéticos, en el cual se almacenaron las muestras de sangre de 320 familias relacionadas con los niños.

Al año siguiente, entre sobrevivientes de los campos de concentración, militares arrepentidos y generales orgullosos, desfilaron por los tribunales 800 testigos cuyos testimonios permitieron la reconstrucción parcial del macabro rompecabezas de la represión clandestina. Sin embargo, la histórica sentencia dictada contra los jefes militares estableció que el robo de niños no había formado parte del plan de exterminio de los militares.

Pero en junio pasado, a raíz de la detención del general Jorge Rafael Videla, acusado de dirigir un plan de apropiación ilegal de hijos de desaparecidas, nacidos en cautiverio, el debate jurídico retornó a la palestra.

Las abuelas que podían demostrar que un niño no era hijo de determinados padres necesitaban poder demostrar que algunos eran sus nietos. Con ese propósito, desde 1981, visitaron algunos centros científicos del mundo, planteando la inquietud en la Universidad de Upsala (Suecia), el Hospital Pitié de París y el Blood Center de Estados Unidos.

Los científicos realizaron estudios de marcadores genéticos mediante análisis de grupos sanguíneos, proteínas séricas, enzimas séricas y un complicado sistema de análisis llamado ADN mitocondrial. Los exámenes arrojaron resultados extraordinarios. La combinación de varias disciplinas (hematología, morfología, medicina y antropología forense) permitió detectar el índice de abuelidad con las primeras pruebas concluyentes, que permiten determinar tanto la identidad como la filiación genética de un niño.

Actualmente, la técnica de las huellas genéticas permite a los expertos en medicina forense relacionar la sangre de algunos niños con las de sus parientes cercanos. Prueba, con una certeza de 99.9 por ciento, que un niño no es hijo de determinados padres.

Durante los años del terror, curadas de miedo, las abuelas solicitaron repetidamente a los jueces que confrontaran sus expedientes con sus carpetas de documentos de los niños. Varios de ellos no lo hicieron y luego encontraron chicos cuyos expedientes estaban en manos de esos mismos jueces y allí figuraban todos los detalles del secuestro de sus padres. Sólo en una oportunidad, en 1980, después de tres años de haber dado en adopción a dos hermanitas, un juez de menores avisó a la familia legítima.

En tal contexto, las interrogantes son dolorosas: ¿hasta dónde deben tomarse en cuenta los sentimientos de niños secuestrados que crecieron con normalidad amando a los asesinos de sus padres? ¿Hasta qué punto su falsa crianza es ahora parte de su verdadera identidad? ¿Tenían las familias pobres y destruidas por la desaparición de sus hijos algo que ofrecerles desde el punto de vista emocional o material? Y en el caso de los niños devueltos a la fuerza por la justicia, ¿cómo hacer para que las partes pudiesen superar la carga de odio? La demora y postergación del fallo judicial ha dado lugar a un clima de tensión por las implicaciones políticas y emotivas de los casos.

Por eso, ante la desidia y negligencia de las autoridades argentinas, las abuelas decidieron suministrar toda su información al juez de instrucción español Baltasar Garzón, quien empezó investigando los casos de menores desaparecidos de origen español y siguió con el de algunos niños argentinos que fueron llevados a vivir a España.

A esas señoras no se les puede ir con el cuento del intervencionismo, la soberanía y otras deplorables mezquindades del poder político. Todos los países del mundo son firmantes de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, aprobada por el pleno de Naciones Unidas (septiembre de 1990).

El numeral dos del artículo octavo de la convención establece con precisión que cuando un niño sea privado ilegalmente de algunos de los elementos de su identidad, o de todos ellos, los Estados partes deberán presentar la asistencia y protección apropiadas con miras a restablecer rápidamente su identidad. El camino jurídico es claro: los derechos de los parientes de sangre prevalecen y el Estado no puede permitir el secuestro de los niños.