Tras el más reciente fallo del Comité Judicial de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, dominada por los republicanos, en el que se aprobó un cuarto cargo contra el presidente William Clinton, existe una fuerte posibilidad de que la Cámara baja del país vecino apruebe esta semana el procedimiento de juicio de destitución (impeachment) contra el mandatario. Con ello, la decisión final recaería en el Senado, en donde se requeriría del voto de las tres cuartas partes de sus integrantes para sacar a Clinton de la Casa Blanca. De esta manera, los operadores estadunidenses de la hipocresía puritana han conseguido crear una crisis política de grande proporciones, a partir de un episodio de las vidas privadas del presidente y de una subordinada suya.
La historia de los encuentros eróticos entre Clinton y Monica Lewinsky nunca debió ir más allá de la intimidad de ambos. La exhibición de los dos en los medios masivos, así como el afán persecutorio del fiscal Kenneth Starr, secundado y magnificado por los legisladores republicanos, se ha traducido en una degradación general que afecta a los involucrados, a los fisgones profesionales con cargo oficial, a la vida institucional del país vecino, al conjunto de su opinión pública y a la esencia de la política. Esta pesquisa, frívola y moralina al mismo tiempo, ha llevado las cosas a tal punto que en algunos sectores demócratas se habla ya del proceso de destitución como de un golpe de Estado legislativo.
Ciertamente, las perspectivas de una aprobación del impeachment por 75 por ciento de los senadores son débiles y remotas. Pero la atmósfera de linchamiento político generada en Washington da pie a declaraciones que hasta hace poco eran impensables, como la exigencia del presidente del Comité Judicial de la Cámara baja, Henry Hyde, formulada ayer, en el sentido de que Clinton dimita para ahorrarle al país lo que falta del escándalo, de la confrontación y de la polarización.
Es tal la desproporción de las acusaciones contra el presidente, y tan desmesurada la gestión para destituirlo con base en un episodio menor de índole privada, que resulta inevitable sospechar de la existencia de intereses ocultos -políticos y económicos- tras un prurito legalista llevado hasta el exceso, que ha causado ya un grave daño a la Presidencia, a la convivencia parlamentaria y a la estabilidad política de Estados Unidos.