José Cueli
¡Qué despacio pasó el aburridón!

¿Se conoce en la zoología taurina, dicho más repugnante que el aburrimiento? De las mil formas, apariencias y perfiles que puede adoptar y adopta la muerte ¿existe alguna más espantable que el aburrimiento? ¡Fenecer poco a poco, gota a gota, minuto a minuto, sin convulsiones sin espasmos, sin la teatralidad que supone la parafernalia moderna de la muerte del hospital! Ir acabándose gradualmente en las corridas de toros, como la celebrada el día de ayer, larga, airosa, y fría. ¡Tres horas de tormento!

Ser picoteado salvajemente como a los toritos de Xajay y desangrarse, preso en la tela de esa araña monstruosa que se llama aburrimiento. Ser víctima de todas las angustias y depresiones y no poder alegar en concreto, una sola; tener la mente maltrecha, llagada y convalecer al tiempo que se va arrancando al calendario un trozo de la irrepresentable muerte. Por miedo a fallecer de hastío, muchos aficionados se quedaron en casita, paladeando aún el toreo de ese monstruo llamado El Juli.

Sin embargo, los cabales hicimos acto de presencia a ponernos una aburrida, de esas de pronóstico reservado. Sin otra misión que esperar el domingo que viene al Niño nuevamente. Era tal la aburrición que la plaza tenía en principio una quietud que se tornó bostezo. Todo invitaba a salir por piernas de esa nevera en que las sombras se difundían por los tendidos.

Tenga en cuenta el lector no aficionado que sólo estando fuera de razón se puede ser aficionado a toros. El nervioso, el impaciente, el bilioso, no pueden de llegada, aficionarse al arte de ver pasarse por el vientre a hombres vestidos de luces, los pitones de los toros. Y he aquí una de las más sublimes cualidades del ser cabal; la de educarnos en la paciencia, infiltrándonos una dosis de lectura del libro de Job.

En este sentido la paciencia que se adquiere en las plazas de toros, en espera de la gran tarde, es un curso de filosofía sobre nada, entre barreras. La México enseña a esperar y este es el secreto de la vida, como plasmó en espléndidos versos el gran poeta que es Tomás Segovia.

¡Ah, la exquisita voluptuosidad de acurrucarse en una barrera a fin de esperar un toro con casta, unos pases naturales, unas verónicas meciendo al toro, o una estocada al volapié! Es preciso ser fanático para comprender lo que supone esa espera. Abstraídos los aficionados, ensimismados, sólo me quedó recrearme en la contemplación de una morena chipén en su barrera.

Mientras, los toreros no podían con los descastados toritos de Xajay que no eran de entra y sale. Sólo se salvó José Tomás el torero madrileño, triunfador de la temporada española, que estuvo en torero y con un valor espartano, pero, ni aún así pudo romper el hielo del coso. Menos El Zotoluco y mucho menos, Fernando Ochoa quien dejó ir al sexto toro que, metía la cabeza como un bendito... Ni hablar, a esperar al Niño torero que, como un fantasma, seguía dando redondos en el centro del redondel borrando lo que sucedía.