El lunes pasado Manuel González Oropeza, Jaime González Graf y ``el de la voz'' anunciamos una consulta popular en la capital el 21 de marzo próximo, a fin de que sus ciudadanos decidan si quieren o no una reforma política definitiva para el Distrito Federal.
Esta iniciativa reedita -en cierto sentido- el plebiscito de 1993, promovido por asambleístas de PRI, PRD y PAN, como Demetrio Sodi, Amalia García, Pablo Gómez, Patricia Garduño, Pablo Jiménez. Once mil ciudadanos participamos en la organización y logramos, contra viento y marea, 327 mil votos, de los cuales 97% optaron por la autonomía plena del DF, y la elección democrática de sus autoridades.
A principios de 1998 el DF, capital de la República, residencia de los Poderes de la Unión y centro cultural y económico del país, vivía una realidad política enteramente nueva. Por primera vez, desde 1929, tenía un jefe de gobierno electo democráticamente y contaba con una Asamblea Legislativa con poderes ampliados. El nuevo gobierno capitalino y todos los partidos parecieron entender la necesidad de consumar la reforma política iniciada y elevada a rango constitucional en 1996, pero contradictoria e incompleta. El jefe de gobierno, Cuauhtémoc Cárdenas, invitó a los cinco partidos a consensar los cambios en las instituciones, a pesar de esas buenas voluntades, un año después, los frutos se reducen a dos leyes locales: la Electoral y la de Participación Ciudadana, que representa avances, pero que son insuficientes frente a la ambiciosa tarea de reconstituir al DF. La gran reforma parece atrapada en las querellas del momento y diferida, probablemente, para después del 2001.
Quienes conspiramos para promover la consulta popular fuimos secretarios técnicos en la reforma y somos testigos del esfuerzo del gobierno para llevarla adelante y también de las resistencias de los partidos de oposición en el DF. El PRI, aunque no hizo nunca explícitas sus razones, la bloqueó. El PAN se levantó de la mesa en el momento culminante.
El marco jurídico-político actual del DF es una gran contrahechura. La capital no tiene plenos poderes como entidad federativa. No hay un nuevo catálogo de derechos ciudadanos. Permanece la cláusula de gobernabilidad que es dañina para todos los partidos. No hay base confiable para las elecciones directas de cabildos. Las facultades del jefe de gobierno y de la Asamblea están acotadas y amenazadas por poderes abusivos que se otorgan el presidente y el Congreso federal. Estas contradicciones pudieran generar conflictos en lugar de resolverlos y provocar ingobernabilidad. El 2000 se peleará el poder en grande en la capital y en todo el país. Las leyes viejas, dominadas por un espíritu autoritario de control, no sirven para dar cauce a esa pugna y mucho menos para organizar las instituciones. Gane quien gane, tendrá dificultades para gobernar la capital del país. La ineficacia de nuestras nuevas instituciones puede propiciar que la sociedad retire el apoyo a las iniciativas democráticas.
Estoy seguro que tendremos una buena respuesta. Hemos podido pulsar la voluntad del gobierno del DF, de la Asamblea, de la Cámara de Diputados. Nos hemos entrevistado con figuras importantes del Senado. Tenemos contacto con agrupaciones políticas y empresariales. Las primeras reacciones de aquellos que tienen una vocación democrática no pueden ser mejores. En poco tiempo invitaremos a un consejo que emitirá una convocatoria formal. Más de 50 personalidades relevantes de todos los partidos y corrientes nos han confirmado su apoyo.
El plebiscito de 1993 se dio en condiciones muy distintas. El gobernante de aquella época, Manuel Camacho, tenía simpatía por el proyecto, pero estaba sometido a presiones muy duras del gobierno de Carlos Salinas. Tuvimos que compartir la conspiración del silencio, del sabotaje y de las amenazas. Hoy los espacios son múltiples. Incluso en el PRI estamos seguros de obtener respuestas favorables. No me sorprende, fue el PRI el que abrió las puertas de la reforma de 1996. Destacados panistas están interesados en la iniciativa. Tampoco es sorprendente. El PAN es el pionero de una propuesta para una reforma radical en el DF. Ha venido reclamándola en los últimos 50 años.
Este será el primer paso para la diferida reforma del Estado. No creo que haya ninguna razón para impedir que el DF se convierta en una entidad. Creo que muy pocos estarán en contra de que tenga su propia constitución y plenitud de poderes, pero si los ciudadanos no están de acuerdo deben tener la oportunidad de expresarlo. Confiamos en la presencia de una gran masa, quizás un millón de personas, y que ésta se pueda convertir en un elemento decisivo para romper las resistencias. Estamos seguros de lograr una vasta coalición de personalidades, grupos y partidos democráticos capaz de dinamizar los acuerdos y completar, al menos a en el ámbito local, una transición hasta hoy trunca.
El tiempo es reducirlo. A partir del verano próximo la lucha por la Presidencia hará progresivamente más difíciles los acuerdos. Sería un acto de irresponsabilidad histórica esperar, otra vez, como en enero de 1994, a que los desastres pongan la mesa de negociación a la última hora. En cuanto se estabilizan las circunstancias, las intenciones reformistas se evaporan. Esta es una actitud de mediocridad política. La falta de generosidad está convirtiendo a la vida pública en algo confuso, sórdido, contradictorio. Nuestra iniciativa va en contra de ese estado de cosas. Sabemos que muchos hombres y mujeres en el DF se han emancipado políticamente a sí mismos. Estamos seguros que cientos de miles de ellos acudirán a la consulta plebiscitaria del 21 de marzo de 1999.