El debate decimonónico entre conservadores y liberales permanece latente y despierta en nuestro país cada diez o veinte años. El pretexto puede ser la legislación sobre asociaciones religiosas, los programas de educación sexual o las instituciones de beneficencia.
Así como fue sólo un pretexto para la movilización de grupos conservadores el que Jaime Torres Bodet introdujera libros de texto gratuitos en los años sesenta -pues éstos no proscribían el uso de otros materiales de estudio-, también lo ha sido la aprobación de una nueva Ley de Instituciones de Asistencia Privada para el Distrito Federal.
Esta ley no toca los dineros destinados a la caridad por los grandes benefactores privados, no interviene en la voluntad de un millonario que hereda su fortuna para un fin humanitario, tampoco impone nuevas cargas administrativas a las instituciones de asistencia privada.
Sus motivos, muy distintos, tienen que ver con la transformación del Distrito Federal en una entidad autónoma y la actualización de un ordenamiento de 1943.
¿Por qué, entonces, hemos escuchado a filántropos alarmados hablar en televisión, a empresarios pagar desplegados de rechazo en los periódicos y a las fuerzas políticas distintas del PRD rechazar las modificaciones?
En primer lugar, porque en éste -como en otros temas- los sectores conservadores mantienen latentes viejas exigencias para el momento oportuno: si hoy se discutiera el artículo tercero constitucional volverían a hablar contra el laicismo en la educación pública y el alto clero haría declaraciones a la prensa; si se trata de la asistencia privada, demandarían siempre privatizarla totalmente, pedirían que el Estado no la fiscalice.
En segundo lugar, porque la iniciativa de reformas provenía de dos diputadas del PRD, es decir, la izquierda en el poder osaba invadir campos que ``no conoce'', que ni siquiera podría entender, porque la caridad es privilegio de los sectores desahogados o de las almas pías.
Finalmente, porque con la iniciativa se tocaban intereses personales, no los de las instituciones religiosas o los benefactores, sino los de los profesionales administradores del dinero asistencial.
Basta enterarse que el presidente de la Junta de Asistencia Privada ganaba 74 mil pesos al mes y tenía el privilegio de decidir a qué campos era preciso apoyar más firmemente, si al de los niños discapacitados o al de los niños farmacodependientes que habitan en la calle, si al de las astas banderas monumentales (pagadas con dinero de la asistencia privada para ganarse el favor del último regente del DDF) o al de los enfermos con sida, si a la remodelación del zoológico de Chapultepec o a los enfermos mentales.
Desde una atalaya de autoridad, pero casi arrancada del resto del gobierno, Víctor García Lizama logró convertir al Nacional Monte de Piedad en un perverso banco que, financiado por los más pobres, servía como centro de transferencias a una red cercana de instituciones, sin criterios equitativos, sin principios claros. Frente a tales antecedentes, con la nueva ley las autoridades no serán quienes decidan a dónde es justo que vayan los recursos, pero el sector asistencial privado deberá dejar de ser un cacicazgo y un fondo para el financiamiento de fines oscuros.