El autoritarismo es una forma de ejercer el poder que, como ninguna otra, marca como una especie de fierro de bestias a la sociedad. Lo peor resulta en el ámbito de las expectativas populares. Del líder autoritario siempre se espera que resuelva los problemas y, cuando llega el momento en que ya no se espera de él eso, entonces las conciencias entran en crisis. Se deja de creer en el gobierno autoritario y cuesta muchísimo trabajo entender y aceptar formas de gobierno no autoritarias. Y no se trata de un supuesto sentido pragmático de la vida, que todos llevamos dentro. Se trata de una dependencia del poder que nos domina como una droga.
El autoritarismo nos hace especialmente dependientes de las soluciones rápidas y definitivas. Si no esperamos una solución rápida a los problemas, siempre tendemos a querer saber, por sobre todas las cosas, a qué atenernos. Es razonable y muy comprensible. Un régimen autoritario se justifica a sí mismo porque se presenta como un poder que, ante todo, resuelve problemas o pacifica conflictos desde arriba y sin apelaciones. Apenas entramos en un proceso de transición que nos puede encaminar hacia la democracia, resulta que los problemas tardan en resolverse, lo que también es muy comprensible, y entonces empezamos a echar pestes contra instituciones democráticas que se revelan incapaces de resolver rápida y definitivamente esos problemas.
Eso es lo peor en esta coyuntura. No lo es que tengamos una Cámara de Diputados incapaz de sacar adelante ninguna iniciativa ni que tengamos un Senado más plural que el de antes. Lo peor de todo es que comenzamos a descubrir que no nos gustan la democracia ni sus instituciones. Nos escandalizamos cuando sabemos que en la Cámara los diputados se insultan o se agarran a golpes, o cuando en la Asamblea Legislativa del DF los asesores del PRI se lían con los diputados perredistas en zafarranchos de combate. No nos gustan nuestros legisladores ni nuestros partidos y cada día nos despertamos preguntándonos si esto es la democracia. Y nos decimos, si esto es la democracia, no la queremos.
Todo eso es un sentir popular. Se puede cortar en el aire con un cuchillo. Apenas empezamos a saber lo que es la democracia y ya la estamos repudiando, porque volvemos los ojos atrás y nos damos cuenta de que los viejos tiempos, después de todo, eran mucho mejores. No sólo no nos gusta la democracia. Lo peor es que muchos deseamos volver a aquellos buenos tiempos en que el señor Presidente de la República nos resolvía todos los problemas o nos fijaba la línea en la que podíamos caminar sin preocuparnos de nada más. Todo eso es un sentir popular, pero es algo más ignominioso: hay muchos, de todas las tendencias, incluso de quienes siempre se han declarado a favor de la democracia, que piensan que lo mejor sería echar marcha atrás.
Somos muy impacientes con la democracia. No lo fuimos para nada con el régimen autoritario que nos dominó por más de siete décadas. Entonces lo soportamos todo, porque si no lo hacíamos nos tundían a palos o nos metían en la cárcel. Ahora despotricamos contra nuestros diputados que están aprendiendo a luchar y a tratar en corto con sus oponentes. Ahora nos desespera que esos representantes del pueblo se la pasen peleando entre sí. Y el gobierno está tomando nota de todo ello. Un acuerdo muy mal instrumentado en el IFE sirvió al PRI para minar esa institución, que es la más limpia de todas las que tenemos, con todos sus defectos. Ahora, un montón de mentecatos se escandaliza porque en la Asamblea Legislativa la mayoría perredista hizo valer su derecho a decidir, cuando ellos, en el pasado, lo hicieron hasta hartarse, sin tener que rendir cuentas a nadie. Viejos tiempos, nuevos tiempos. Antes estaba muy bien. Ahora parece que todo va mal.
La víctima execrable y favorita es siempre el Congreso y, en particular, su Cámara baja. Comenzando por el Presidente de la República, que últimamente nos anda dado lecciones de urbanidad política que él nunca aprovecha para sí mismo, todo mundo parece estar dedicado a tirarle a nuestros representantes nacionales. Y lo más divertido es que quienes más se ensañan en este curioso deporte sean los amantes más conspicuos de la democracia, aquellos, en especial, que siempre nos andan dando clases acerca de cómo debatir y ponerse de acuerdo. Nadie quiere hacerse cargo de que el aprendizaje democrático es duro y prolongado para un pueblo que jamás supo lo que era. Muchos parecen concordar en lo mismo: ¡aquellos viejos tiempos, en los que no teníamos que preocuparnos por nosotros mismos, definitivamente, eran mejores! A ver cómo le harán en el futuro, porque al pasado, llueva o truene, jamás volveremos.