Cuando en las leyendas guerreras japonesas el amo de un samurai muere, este último queda sin fortaleza que custodiar, humillado por la pérdida, desamparado e inútil, apto únicamente para volverse un asesino a sueldo o para autoinmolarse. A este samurai se le llama ronin. El realizador estadunidense John Frankenheimer utiliza esta figura trágica para describir en Ronin a un grupo internacional de matones contratados en París para recuperar una misteriosa maleta metálica.
Al concluir la Guerra Fría, muchos agentes de servicios secretos -sugiere la cinta- tuvieron que reciclarse como free-lancers del crimen organizado, al servicio de algún grupo terrorista, de narcotraficantes o de nuevos servicios de inteligencia. Estos mercenarios profesionales, carentes totalmente de escrúpulos, son en la cinta de Frankenheimer un estadunidense de enorme astucia, Sam (Robert de Niro), que pudo o no haber pertenecido a la CIA; un francés (Jean Reno), coordinador del grupo, probablemente antiguo miembro de la legión extranjera; un ruso más enigmático todavía, Gregor (Stellan Skargard); y un chofer excepcional, el norteamericano Larry (Skip Sudduth), figura clave en una cinta que escenifica tres de las persecuciones automovilísticas más impresionantes en el cine de acción. Todos ellos son contratados por la irlandesa Deirdre (Natascha McElhone), quien a su vez depende de un extraño compatriota suyo (Jona than Pryce). Por supuesto, nadie sabe aquí para quién trabaja; nadie sabe tampoco qué contiene la famosa maleta; y nada de eso tiene importancia real en la película.
El realizador John Frankenheimer fue, en los años sesenta, un maestro del thriller político, del cine de atentados y conspiraciones internacionales en Cinemascope y con repartos multiestelares; entre sus mejores cintas destacan El embajador del miedo (The Manchurian candidate, 1962) y Siete días de mayo (Seven days in may, 1964). El es también responsable de Contacto en Francia 2 (The French connection, part two, 1975), para muchos superior a la primera versión de William Friedkin. En Ronin importa poco la trama, a fin de cuentas tributaria de buena parte del thriller reciente, con una maleta apenas distinta de la que presenta Tarantino en Tiempos violentos (Pulp fiction), o un grupo de matones que podrían figurar como nuevos Perros de reserva, o una intriga estilo Misión imposible, de Brian de Palma, o algo del prólogo de Ojos de serpiente, también de De Palma, presentado aquí como epílogo.
Lo personal, lo inconfundible, es el estilo de Frankenheimer en el manejo de la acción, su manera de aprovechar, con maestría técnica el puerto de Niza, las calles y mercados de Arles o la ciudad de París, para escenificar cacerías urbanas tan violentas y a la vez tan irreales que en ellas desaparece incluso la noción de que la vida humana le importe algo al realizador. En los viaductos y en las esquinas los autos chocan, estallan, se incendian y los peatones son arrollados indiscriminadamente; ningún asomo de consideración moral tiene cabida en la dinámica de acción que propone el director. Es como si Keanu Reevesz hubiera efectivamente arrollado a un bebé en Máxima velocidad (Speed), de Jan de Bont.
Tal vez la intención de Ronin haya sido precisamente desarticular lúdicamente el realismo del género predilecto de Hollywood presentando escenas excesivamente crudas, apenas creíbles, secuencias absurdas en ciudades donde la policía parece inexistente o inoperante, momentos románticos que sólo lo son por accidente (la pareja que se desea y no lo expresa y se ve obligada a besarse cuando pasa una patrulla), o una escena memorable en la que De Niro dirige la pequeña intervención quirúrgica que le extraerá sin anestesia una bala de su abdomen, y que él rematará con la frase humorística, emotiva: ``Si no les molesta, me voy a desmayar''.
El guión lo firman J.D. Zeik y Richard Weisz, pero este último nombre es un seudónimo de David Mamet (Juego de emociones, 1987; La trampa, 1998). De manera alguna ofrece Ronin la complejidad de escritura y estructura de neothrillers tan eficaces como Sospechosos comunes (Usual suspects) o Los ángeles al desnudo (L.A.Confidential), dos de las mejores muestras del género en años recientes; su atractivo está en otra parte, en su control escénico de una acción vertiginosa y en el estupendo conjunto de actuaciones, en la rabia contenida de Gregor (el Stellan Skarsgard de Rompiendo las olas, de Lars von Trier), o en la libertad y juego con los que confunde y seduce Vincent (Jean Reno, una vez más El profesional, pero sin los lastres de la retórica sentimental), y finalmente, en la presencia de Max, un Robert de Niro dueño de toda la situación y de toda la película, respondiendo inmejorablemente: ``Claro que defiendo mi piel, es lo que cubre mi cuerpo''.