Por su íntima naturaleza, el acto político es uno comprometido con valores fundamentalmente éticos, pues la acción política busca transformar ideales en realidades históricas, según consta en la ya no breve vida de la humanidad. En el imperio antiguo, el gobernante se identifica con la divinidad -el faraón, encarnación de Osiris; el emperador chino, hijo del Cielo; Moisés, vicario de Dios; Cristo, hijo de Dios Padre- que en la era moderna configurose en la monarquía por derecho divino de los reyes o en la no tan divina fantasía totalitaria de ayer o de hoy -la raza pura del nazismo o la democracia sin pueblo que utiliza Washington para oprimir a los demás.
Ahora bien, en tan variados casos el acto político cumple la voluntad divina, de lo que se ocupa el gobernante en turno, o el mandamiento de una representatividad cocinada en comicios falsificados. Y en estas concepciones políticas las masas no tienen más vela en el entierro que acatar las decisiones superiores o ser pasados a cuchillo por cumplidos verdugos, sin que el ciudadano de nuestros días escape a sutiles torturas, desapariciones o encarcelamientos interminables si protesta contra la democracia de las elites acaudaladas. Recuérdese la tragedia de Chile bajo el genocida Pinochet.
Cierto que en México hay mucho dolor y abatimiento, mas en nuestra cultura política existen luces esperanzadoras cuando se habla de política y ética. Desde la insurgencia las cosas son muy alentadoras. La fuente de la moral para el acto político es el sentimiento nacional, y con base en esta actitud original hemos persistido en una política moldeada en la creación de un Estado popular, soberano, respetuoso de los derechos humanos y condicionante de una justicia social que Morelos definió como una sociedad con ricos menos ricos y pobres menos pobres.
Este sentido del acto político inserto en la moral del pueblo se reproduce en los instantes estelares de nuestra vida colectiva. Luego de Morelos, Juárez lo entendió como respeto de los derechos individuales y de los países, a fin de hacer posible la armonía y la paz. Y enseguida, en el momento más brillante de la Revolución, Emiliano Zapata exigió la liberación del hombre, con base en una riqueza al servicio del bien común. Pero hay más. La última manifestación de la percepción del acto político como acto moral fue develada por Lázaro Cárdenas: una civilización justa es la meta suprema de México. Menos pobreza, paz por el respeto al derecho, riqueza como manantial de libertad y civilización justa son los valores de nuestra moral social histórica que debe guiar las decisiones públicas. Lo opuesto es ir contra los sentimientos nacionales.
Ahora bien, ¿qué ha sucedido en nuestro país? Exactamente lo contrario a la moral del pueblo. El acto político se enhebra en los contravalores gestando más pobreza, transgresión del derecho, violencia inconclusa, riqueza a favor de elites financieras y un gigantesco escenario de corrupción; y sin embargo no estamos fatalmente condenados. Las pocas conquistas de democracia verdadera que han venido tonificando a México a partir de la rebelión chiapaneca-zapatista de 1994, vuelven la conciencia del país a sus profundos sentimientos éticos. Cuauhtémoc Cárdenas ha logrado que nuestra capital deje de ser un botín de Alí Baba y sus aliados; el apretado respeto al voto abrió un espacio de oposición contra el presidencialismo autoritario; el congreso quebranta el tradicional mayoriteo gubernamental e impide abusos que antes adquirían legalidad sin que nadie lo supiera, y con un enorme goce ciudadano se mira que un partido independiente, el PRD, es capaz de elaborar un proyecto de presupuesto alternativo al oficial, en respuesta a las demandas populares. Esto era imposible antes porque el gobierno escondía monopólicamente la información respectiva.
En síntesis, no hay duda de que en el país se registra un renacimiento de la conciencia política como conciencia de moral pública. De cara al presidencialismo autoritario amanece una democracia verdadera.