Pablo Gómez
Caos político

Cuando el gobierno se abstiene de proponer al Congreso la manera de hacer frente a la caída del precio del petróleo, entonces existe ya el caos político. Los legisladores carecen de información sobre las fuentes recaudatorias del Estado, ignoran el destino preciso del gasto público destinado a cada dependencia y desconocen la metodología con que se ha calculado el comportamiento de la economía para el próximo año. Se pide así que el Congreso resuelva, sin la suficiente información, un problema que el gobierno es incapaz de enfrentar por la pura cobardía política del Presidente de la República, aunque éste se sienta un estratega capaz de poner en aprietos a la oposición.

El PRD ha respondido de inmediato con un plan de ajuste presupuestario que parte de restringir el gasto en los renglones innecesarios y de utilizar de forma diferente la propuesta de pago de los compromisos -ilegales- del Fobaproa.

Cuando ya las oposiciones habían rechazado un nuevo impuesto al servicio telefónico, calculado en 11 mil millones de pesos, el gobierno les lanza el reto de cubrir otros 15 mil millones por la baja de los ingresos petroleros. Pero esos 26 mil millones, que suman ambos conceptos, son la misma cantidad que el rescate bancario: 18 mil al Fobaproa y el resto para la banca de desarrollo y las operaciones de ``apoyo'' a deudores.

El agujero se puede tapar con facilidad, pero el gobierno había ya abierto otros más: la disminución del gasto de las universidades, la cancelación de varios subsidios y el incremento del costo financiero de la deuda.

La situación es caótica, pues no existe el menor acuerdo en la Cámara de Diputados, a menos de que se lleve a cabo la capitulación total con Acción Nacional, quien ya no sólo tendría que admitir -como ya lo ha hecho en principio- al Fobaproa, sino también restricciones al gasto, el aumento paulatino de la gasolina para 1999 y el nuevo impuesto telefónico, además de renunciar a los programas de apoyo a los deudores. Asimismo, el gobierno exige al PAN que apoye la reforma de la ley para extranjerizar a la banca comercial y abandone su pretensión de separar a Guillermo Ortiz del Banco de México.

Al parecer, el gobierno está calculando que en el año próximo la tasa de interés promedio podría girar alrededor de 25 por ciento, es decir, 12 puntos de rédito real, uno de los más altos del mundo, con lo cual casi sería imposible alcanzar tres por ciento de incremento del producto interno.

Todo indica, además, que el déficit público no se ubicará en ese 1.25 por ciento del PIB, del que habla el presidente. Existen contratos de obra pública que también son compromisos del gobierno, aunque su pago se iniciará a su término, por unos 80 mil millones (dos puntos porcentuales del PIB), y el Fobaproa que también es deuda, aunque con réditos capitalizables, que en conjunto incrementan brutalmente los compromisos del sector público: el gobierno de Zedillo está escondiendo el verdadero déficit fiscal mientras pronuncia discursos contra el endeudamiento del Estado.

El caos en el que nos encontramos es producto directo de dos factores principales: la política económica que llevó a la crisis de 1994-95 y la torpe conducción gubernamental, a partir del error de diciembre, el cual se ha prologado durante cuatro años.

Cuando en enero de 1994 algunos sugerimos la conformación de un nuevo gobierno de composición, recibimos duros calificativos provenientes de casi todas partes, pero, ahora, cuando han transcurrido cuatro años de sucesivos ``errores'' en la política económica, tendría que admitirse -siquiera como hipótesis- que lo mejor hubiera sido que el país cambiara de presidente y de orientación.

La crisis de fin de sexenio ya ha comenzado y todo parece indicar que se prolongará durante dos años más, por lo menos si el jefe del gobierno insiste en su política, lo cual es previsible.

A tontas y a locas, Zedillo titubea a cada paso, improvisa paliativos que pronto se muestran contraproducentes, defiende paradigmas como si se tratara de creencias en divinidades y desprecia no sólo a las oposiciones, sino principalmente al pueblo, cuya situación real no parece turbarle el sueño.

El defensor del mercado libérrimo ha puesto las gasolinas mexicanas por encima de las estadunidenses, justo cuando el crudo baja de precio en el mundo entero. Entonces se usa el monopolio del Estado, pero no para defender al pueblo sino para agredirlo. Lo mismo ocurre con el escandaloso asunto bancario: todos tenemos que pagar por la quiebra de unos cuantos privilegiados, multimillonarios corruptos o simplemente ineptos, más allá de las dizque leyes del mercado, debido a la sencilla decisión del poder.

Mientras tanto, los salarios se incrementan, una vez más, por debajo de la inflación, es decir, se reducen, pero el gobierno gasta millones en campañas publicitarias para presentar su proyecto presupuestal como lo mejor, a pesar de que el presidente manda decir al Congreso que su iniciativa ya no es vigente. El caos político, ciertamente.