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Alfons Cervera
Cristina García Rodero: La vida en las espaldas de la Imagen
Los paisajes son la gente que allí habita, el aire que respira esa
gente, las distancia que esa gente recorre para descubrir sus rincones
más secretos. Después llegarán las otras medidas: ésas que alargarán
la regleta decimal desde un punto cardinal a otro punto cardinal,
desde una parte a otra del paisaje midiendo en cuentakilómetros de
coche lo que tardar en llegar de un extremo a otro en las líneas de
colores pintadas en el mapa. Pero eso es otra cosa, otra manera de
contar el tiempo transcurrido desde los orígenes del mundo hasta el
día en que Cristina García Rodero se echa la cámara a los ojos y
dispara con la piel encogida hasta las profundidades del alma.
La mirada de la que surge la fotografía es otra mirada; así no fuera
así estaríamos hablando de que cualquiera, yo mismo, puede llegar,
mirar un poco, apretarse el visor a la pupila y pulsar el botoncito
para que la vida se queda quieta, como durmiendo en las tripas de la
máquina: pero lo que dormiría allí sería el sueño vacío y fofo de lo
inútil: qué sabré yo de mirar para que de ahí salgan el corazón exacto
del tiempo, la carne de la tierra, los colores intensos del dolor o la
felicidad. Para que salga lo que le sale a Cristina García Rodero de
su mirada hay que mirar como ella mira y traducir la humedad del
universo en el secano oscuro de los pueblos y las cicatrices de sus
gentes.
No es estar sólo allí, haber ido allí para encontrarte con una niña
subida a las espaldas de un burro o a un caballo corriendo por la
playa, para plantarte delante de un baile que transcurre como el del
Colacho sobre los almohadones blancos de los recién nacidos o para
señalar con el dedo de la gracia a esos dos peregrinos con vino y
palomas de Puente Genil: no es bastante eso, estar sólo allí como
quien ha ido a las fiestas para pasar un rato haciendo fotografías
para meterlas en el álbum del recuerdo: Cristina García Rodero va a
esos sitios, se para y mira, mira a todas partes: a los balcones, a
las caras cruzadas por la edad y la costumbre, a los cuernos atrevidos
de los toros, a la seda terrible y silenciosa de las ataúdes: y luego
se pone a dibujar por dentro de su cámara el itinerario que siguen
medio borrachas el alma y la voluntad y la memoria de la gente que
sale en sus fotografías.
A veces, bastantes veces, los niños se ponen delante de sus ojos, de
los de Cristina, y ella los recorre desde el suelo a la cabeza: y los
hace volar en volantines, en cabriolas circenses, y otras les saca la
blancura de una tristeza infinita como cuando les da vida mirando la
caja blanca donde duerme para siempre, a lo mejor, el cuerpo tranquilo
de un niño o una niña: igual que cuando yo era un niño y en mi pueblo,
que es como los pueblos de Cristina García Rodero, se murió la niñita
de los chatarreros que habían llegado a Gestalgar para reparar los
paraguas en los meses de lluvia: al entierro fuimos los niños y niñas
de la escuela, con nuestros delantales a rayas y la cara limpia de
tiza y de barro, y llevábamos a ratos cada grupo el ataúd blanco donde
en vez de una niña era como si fuera un conejo de tan pequeño como
era. Esos niños miran como si el mundo no se acabara en los límites,
mágicos de la fotografía que les aguarda para que vean en ella,
después, el paso de los años: miran como si el mundo empezara ya a
largarse y a volar por encima de las cruces que hay a la entrada de
los pueblos donde viven, como si el tiempo hubiera dejado atrás las
huellas que los viejos del lugar fueron siguiendo siglo a siglo, con
la vocación y cabezonería de las tortugas, a la busca imaginaria de
unos tesoros que siempre estaban en el secano enemigo de una
conciencia que acabaría de todos los planes que, como el linimento
falso que venden los parlanchines en los filmes del Oeste, aseguraban
un futuro feliz que nunca llegaría o pasaría de largo, como en aquella
hermosa y cruel película de Luis García Belanga que es Bienvenido
Mr. Marshall.
Los niños de Cristina García Rodero vuelan como si fueran pájaros
blancos sobre las tradiciones de sus abuelos y señalan un mundo
próximo que, sin embargo, aún vive lejos de la vida de sus aldeas y
sus fiestas. Serán precisamente esas fiestas en el lugar común donde
se puede medir sin error la distancia que hay entre la vida y la
muerte, entre el progreso y la superchería, entre la risa y la burla a
carcajada limpia. Las fiestas y las tradiciones de donde arrancan esas
fiestas, los bailes por los caminos grises de la escarcha, las
procesiones con la cabeza del santo en el regazo de la penitente, a
veces un frente de cruces donde se humillará como una raya de carbón
horizontal la devoción de un peregrino: es el mundo que retrata en
toda su negrura, pero también con la misma intensidad de colores
profundos que duerme en todo lo oscuro, Cristina García
Rodero. Alguien llama a estas imágenes ``de la España negra'', como
queriendo recordar un tiempo desgraciado en nuestro país durante la
larga noche de la dictadura franquista, cuando todos los trenes del
futuro venían cargados de tristeza y la gente nos queríamos morir
porque nunca se moría el asesino dictador y nadie le matábamos a
bombazos o como fuera. Este tiempo dura aún en muchos lugares de
España, en esos lugares donde escarbas en cada casa, en todas las cara
de la gente, y descubres que hay un pozo muy hondo desde los ojos
hasta los zapatos fabricados aún con la piel basta del esparto. Pero
para eso llega Cristina y se mete entr5e la gente para cambiar el
paisaje retratándolo en su más leal exactitud: no es lo que se ve lo
que te engancha a las imágenes de esta fotógrafa excepcional, sino
aquello que miran los niños y los peregrinos y los toreros enanos que
salen en sus fotografías: porque siempre miran más allá de la cámara,
por encima de la mujer que previamente los miró con sus risas
inocentes y sus ropajes sombríos, y se posarán finalmente allá donde
suceden de verdad la vida y la muerte, la felicidad y el dolor, el
origen del mundo y ese final que antes verá crecer hacia las nubes la
sonrisa blanca de los niños.
En ese punto exacto, ya en las espaldas de la fotografía, en ese
espacio mágico donde siguen viviendo los secretos del alma, suceden
las historias de Cristina García Rodero. Ahí me veo siempre. Ya a
verse ustedes con ustedes mismos les invito desde estas páginas
hermosas. Ahí nos vemos.
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