En retirada el gobierno, y en la ofensiva la democracia encarnada por los profetas. Un país pasmado ante panoramas de desplome que no le dan un minuto de calma para recapacitar sobre lo que ha pasado: este podría ser uno de tantos relatos de viajeros sobre nuestra situación actual, marcada como nunca por el vértigo democrático, pero acosada también por la sensación de caída que antecede al colapso.
No hay que extrañarse entonces por la inconsistencia que circunda toda la retórica del momento. Por la caída libre e inmisericorde de todos los presupuestos en los que fincábamos la convivencia siempre difícil del país. El recorte que ahora se pide al plan de egresos para 1999, aún no aprobado, es pecatta minuta.
Se pretende haber salvado a México salvando a la banca, pero no se reconoce que no se dio un paso mínimo para evitar que el escándalo antecediera y acompañara al rescate. Pero en la contraparte reina la incongruencia: se busca salvar a la banca y darle autonomía a las instituciones financieras centrales, pero se le exige al Presidente que ``renuncie'' al gobernador autónomo del Banco de México.
Nada se hizo, en todo este tiempo, para darle al piso del salvamento alguna firmeza: los impuestos quedaron para otros tiempos, todo se cargó al futuro hipotecado de la deuda interna y los gastos del Estado, en especial los que tienen que ver con la subsistencia de miles o millones, se volvieron dependientes de lo que ocurriese con el petróleo.
Las consecuencias de todo esto se dieron cita al fin de este triste año y están ante nosotros conjuradas: la peor crisis fiscal de nuestra historia reciente; la más grave circunstancia social que podamos recordar; la peor coyuntura mundial de los tiempos recientes. Y al frente, las pinzas implacables de la inflación y la recesión, como en los viejos tiempos del ajuste, que bien a bien nunca nos abandonaron del todo.
Bastaría admitir en su mínima expresión un escenario como el sugerido, para aprestarse a buscar un convenio, un acomodo que nos protegiera de sus inclemencias y dolores subsecuentes. Que nos permitiera encarar la adversidad de forma menos resignada y cínica.
Pero no ocurre así. Lo único cierto y tangible hoy es que el juego de todos contra todos sigue alegremente, sin que sus implicaciones sean asumidas por los actores y los responsables del nuevo teatro democrático. Frente a unos salvadores arrinconados, puestos en la picota por curas y cosacos, mercaderes y fieles servidores de la ocurrencia del día, los candidatos a sucederlos se empeñan en parecerse en todo y desde ahora, desde antes de la victoria, a los que se busca echar del poder.
La deliberación indispensable a todo cambio conversado; la emergencia de proyectos y la búsqueda de voluntades concertadas que es obligada en todo tránsito como el nuestro, ceden una y otra vez su lugar a una emulación grotesca entre fantoches del torneo democrático y la confusión se apodera del espíritu público.
Todos se apresuran a salvar a la patria, pero juegan carreras para ver quién se aleja lo más pronto de ella. Para hablar de lo que ocurre y nos ocurre, en el discurso político y mediático se prefiere hablar de las cosas terribles que suceden en México, y en vez de hablar de nuestra nación o de mi país, de México, se opta por referir a la audiencia a ``ese'' país, cuando no a ``aquel'' país, al que fue o pudo ser.
Se celebra ``el fin'' del neoliberalismo, pero no se arriesga un ápice a favor de un curso distinto. Se propaga la descalificación que de nuestro régimen de derechos humanos se hace en el exterior, pero no se registra la monstruosidad cotidiana que en esa materia, y sin disculpa alguna que pueda intentarse con cargo a la peligrosidad de los afectados, se vive en Almoloya.
Primero el aquí y el ahora, el presente continuo de la lucha por el poder para ya, para el que lo gane, sin el obligado y civilizado para qué y cómo. Más que este lamentable tour de force por llegar a los acuerdos más delirantes y costosos, lo que nos urge es montar una conversación que asuma con claridad que el diablo está siempre en los detalles; que aspire a ser respetada por el público y lo demuestre en el lenguaje usado y los modos y talantes desplegados; un diálogo que asuma de una vez que la ciudadanía ya no se divierte con tanto desfiguro, sino que asiste ansiosa y angustiada a este desaguisado en que hemos convertido nuestra recepción de la democracia.
Tal vez sea por ahí, por la ruta del intercambio político menos destemplado que podamos montar, que encontremos la luz tenue de la salida de este embrollo que se ha vuelto laberinto siniestro. Mas para ello es obligado escuchar y dejar hablar al otro; razonar y no perorar; comprender y asumir la falibilidad de todos, antes de juzgar y condenar al de enfrente.
Sin esto, el gran encuentro del 2000 no podrá sino ser un encontronazo destructivo del que no saldrá ganador indemne, mucho menos en condiciones de conducir y mandar democráticamente. Habremos inaugurado la historia del grito, donde los expertos en no oír son reyes. Pero esa es historia sabida.