La Jornada 8 de diciembre de 1998

LA MUESTRA Ť Carlos Bonfil

El ladrón La figura del padre ha sido una constante en las películas de esta muestra. En la figura grotesca de Papá Basilio, en El evangelio de las maravillas, de Arturo Ripstein; en las crisis del cineasta, papá y ciudadano Moretti, en Abril; en la figura terrible del papá castrante, en Carácter, de Mike van Diem; en el padre lleno de culpas e incertidumbres, en Corazón de luz, de Jacob Gronlykke; en el padre desdeñoso y sarcástico, en La heredera, de Agnieszka Holland; o de manera magistral, en el padre indigno y humillable en Festen, la celebración, de Thomas Vinterberg. La figura paterna está presente indirectamente en Elizabeth, cuando la reina afianza su autoridad moral evocando al fallecido Enrique VIII. ``Soy la hija de mi padre''.

De manera lamentable, e indirecta, el paternalismo autoritario se hizo presente en la muestra con la imposición de una cinta tan fallida (eufemismo de cortesía) como La otra conquista, de Salvador Carrasco (vista previamente en el Festival de Los Angeles); esta arbitrariedad concluyó con la penosa necesidad de tener que retirarla intempestivamente de la programación y remplazarla con La trampa, de David Mamet. Se explicó el retiro, pero jamás la decisión inicial de empañar la propia muestra de esa forma.

A este repertorio de alusiones al padre, se añade hoy una interesante coproducción franco-rusa, El ladrón, de Pavel Chukhrai, donde un impostor, el apuesto Tolian (Vladimir Mashkov), utiliza la figura militar y la función paterna para facilitar su carrera de ratero profesional, desvalijador de hogares proletarios, embaucador sentimental de la joven Katia (Ekaterina Rednikova) y de su hijo de siete años, Sania (el formidable Misha Philipchuck). El año es 1952 y el paisaje el de una Unión Soviética devastada por la guerra. Son insistentes las alusiones a la figura de Stalin, ``papá de todos los pueblos'' y artesano de un ``porvenir radiante''. El propio Tolian presenta al dictador como padre suyo ante el estupor admirativo del pequeño Sania. Por encima de la anécdota del niño que añora a su padre perdido en el frente de guerra y que ahora debe convivir con el amante de su madre, ``tío'' Tolian, destaca el tema del engaño, la metáfora de la erosión de la credulidad, tanto del niño como del propio pueblo soviético a cuatro años del inicio oficial de la ``desestalinización'', del fin del culto a la personalidad del dictador-padre con el informe Jruschov.

Una mirada infantil, no a la guerra (como en la cinta de Tarkovski, La infancia de Iván), sino a la posguerra inmediata, al periodo al que también alude Nikita Mikalkov en su documental Anna (1993), conversación con su hija de seis años. Pavel Chukhrai se limita a una crónica intimista, casi autobiográfica, de la vida cotidiana bajo el estalinismo; su estilo naturalista, alejado de búsquedas formales, consigue momentos estupendos, como la secuencia del reencuentro de Sania ya adolescente con su ``padre'', resumen y desenlace del conflicto que, a su manera, refleja una tragedia nacional.