La Jornada 6 de diciembre de 1998

EL VOTO DE LA DESESPERANZA

El arrasador triunfo de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales realizadas ayer en Venezuela coloca a ese país en una circunstancia insólita, novedosa e incierta; adicionalmente, constituye un profundo cuestionamiento a las democracias latinoamericanas en su conjunto.

En gran medida, este triunfo anunciado del hombre que inició su carrera política levantándose en armas contra la institucionalidad democrática, y que la continuó transformándose en un caudillo populista, tiene su principal explicación en el agotamiento, a ojos de la ciudadanía, de la vida política tradicional. El añejo mapa bipartidista venezolano terminó socavado por su propia corrupción y por su falta de propuestas para revertir un panorama económico crítico, común a toda Latinoamérica, pero que en Venezuela impacta con particular dureza porque contrasta con el bienestar y la abundancia a que estaba acostumbrada la población. Adecos y copeianos impulsaron, en sus últimas administraciones, medidas económicas recesivas y lesivas para los habitantes, las cuales sólo se diferenciaban entre sí por la etiqueta partidista.

Como ocurre en otras naciones del continente, la clase política de ese país sudamericano se limitó a administrar la crisis, cuando no a beneficiarse de ella por medio de la corrupción, y se mostró incapaz de desarrollar propuestas mínimamente satisfactorias y convincentes para una población en rápido, sostenido, y hasta ahora irreversible proceso de empobrecimiento.

De esta manera, la institucionalidad política terminó arrojando a los electores en brazos de un candidato que supo reflejar la desesperanza en un discurso voluntarista y centrado en una promesa de cambio; un discurso que responde al estado de ánimo exasperado de la mayor parte de los venezolanos. Las formaciones partidistas tradicionales terminaron de cavar su tumba cuando perdieron la serenidad ante las encuestas que colocaban a Chávez a la cabeza, e incurrieron en un mercadeo de las candidaturas que las exhibió como oportunistas, carentes de dirección y de principios, y que les hizo perder la confianza de una parte importante de sus electores tradicionales.

Llega, así, al Palacio de Miraflores, un hombre con un muy sólido mandato y con el estigma de haber encabezado un intento de cuartelazo, es decir, de haber pretendido asaltar el poder público valiéndose de las armas que la propia institucionalidad democrática le había confiado.

Con el triunfo de Chávez se cierra en Venezuela el ciclo de la hegemonía bipartidista AD-Copei, y se abren profundos interrogantes sobre el futuro inmediato del país. En los próximos meses se sabrá si el presidente electo, ahora colocado en la cúspide de las instituciones, honra sus promesas. El tiempo dirá también si Hugo Chávez logra transformar en acciones viables sus hasta ahora genéricas ofertas de justicia social y de combate a pobreza y a la corrupción.

Finalmente, respecto a las clases políticas, los regímenes democráticos y los grupos gobernantes latinoamericanos, cabe esperar que sean capaces de leer el fenómeno venezolano, de extraer las conclusiones del caso y de corregir sus propios rasgos excluyentes y oligárquicos, sus extendidas prácticas de corrupción, su sumisión a estrategias económicas dictadas por el capital especulativo internacional, su frivolidad y su autocomplacencia, antes de que los militares golpistas o los caudillos mesiánicos -que en Venezuela están representados por una misma persona, el presidente electo Hugo Chávez- capitalicen políticamente esas lacras.