Bárbara Jacobs
A mano armada

``Hmmmm'', murmuró el agente del Ministerio Público; ``asalto no fue''. Hacíamos la denuncia. Explicó que los asaltos tienen lugar en la calle; no en casas particulares. Allanamiento de morada, tampoco; supongo que porque la agencia en la que nos encontrábamos no cuenta con el mismo diccionario que nosotros. Entraron por la fuerza, alegábamos; en casa ajena, y la recorrieron contra la voluntad de sus dueños. ``Sí, pero...'' A mano armada, precisamos. ``¿Hay muertos?'' ``¿Ni siquiera heridos? ¿Golpeados?'' ``¿El monto del robo?'' ¡Oiga! ¡Tres sujetos armados entraron por la fuerza a nuestra casa! La policía nos había aconsejado no declarar que los individuos habían cogido cuchillos de la cocina pues, lamentablemente, como los encontramos enterrados en la tierra en una maceta, las huellas ya eran nuestras. ¿Hay registro de huellas digitales en algún lugar del país? Lo que no hay es coordinación entre la policía y la Procuraduría; ni entre ésta y la ley; ni entre la ley y la juusticia. Pero esto es pan comido. Avanza.

Ese domingo, parte de la familia nos empezábamos a reunir en el salón antes de comer, alrededor de papá, de 90 años, y de mamá. Una de las tías repartía regalos; una de las cuñadas nos mostraba el suyo, un cojín con una frase bordada: ``Ahora viene lo mejor''. ``¡Al suelo!'', a gritos nos ordenaron tres extraños que de pronto aparecieron, apuntándonos con armas de fuego. Al menor de los niños presentes lo encontraron dormido en una camioneta en el patio. Lo bajaron amenazado con un cuchillo. A su hermano, de ocho años, le pidieron ``todo el dinero'', pistola al pecho. A la nana, mayor, enferma, sorda, la jalonearon, la empujaron. La levantaron del suelo, el cañón a la sien. A la cocinera le impidieron apagar los hornillos de la estufa. ``¡La sopa!'', gritaba ella, a medida que caía, uno más, entre nosotros. ``¡No nos vean!'', establecían los maleantes. Se cubrían a medias la cara con el cuello de las playeras, recurso que, al fallarles constantemente, los fue inquietando, les fue quitando tiempo. Parecían haber entrado a la casa equivocada; parecían no haber encontrado a quien llegaron a buscar.

Parecía que, en compensación, exigían la entelequia, ``las joyas'', y la obsolescencia, ``la caja fuerte''. Levanté la cara del suelo para preguntarles cómo podríamos darles lo que pedían, si nos mantenían inutilizados boca abajo. Llévense lo que quieran; arranquen los cordones de los aparatos de teléfono: mostrábamos la más dócil disposición. Pero sólo iban, venían; procuraban cubrirse la cara; a medida que íbamos apareciendo, nos reunían a la fuerza alrededor de papá y mamá. Papá despertó de una de sus ensoñaciones. ``¿Se quedarán a comer?'', preguntó a mamá, señalando a los tipos que se le acercaban, pistola en mano, para intentar cerrar la cortina a sus espaldas.

Papá llevaba días con la obsesión de un asesinato. Quería que lo denunciáramos. Cada mañana nos pedía la prensa para leer la denuncia que, no lo dudaba, era dura contra el gobierno, pues la policía había sido incapaz de atrapar a los asesinos. Antes, había tenido clara la diferencia. Años atrás, entró un ladrón a casa. Un tío lo acosó con arco y flecha; otro, con un rifle. Desde una azotea, una prima le arrojó un limón. ``¡No me maten!'' ``Es un limón'', le asegurábamos. Papá nos puso en orden. ``¿Qué no ven que tiene hambre?'' Mandó que la acercaran un plato de sopa caliente. Otros tiempos. Estos asaltantes, hambrientos no eran.

Mi hermano tanteaba razonar con ellos. Lo que nos hacían, exponía, no era la manera de arreglárselas. Pero los intrusos lo forzaron a seguirlos, por toda respuesta. Se lo llevaron al patio de atrás, que da a otra de las casas de la privada familiar en la que vivo. Por ahí llegaban precisamente algunos primos.

Fueron recibidos por los invasores que, con violencia, los amarraron como a mi hermano, cortando cartucho. A la vez, ensayaron conminar a otra tía, encerrada en su propia casa, a unírsenos; adujeron que nos iban a dar una plática. Ella miraba atónita por la ventana. Los transgresores reaparecieron. Con su persona, mi hermana les impidió subir al segundo piso. ``Hay gente muy enferma; yo tendría que subir con ustedes''. La obligaron a arrodillarse. Salieron de nuevo, agitados. Una prima se agazapó detrás de unos coches en el patio. Mamá, sigilosa, trató de pedir auxilio. Mi esposa secundó el intento, abiertamente, con el mismo teléfono inalámbrico. Los niños lloraban discretamente, la cara contra el regazo de su mamá, que también lloraba. Los niños llamaban a su papá. Una tía aprovechó una ausencia de los extraños para saltar y alcanzar las escaleras, que subió a toda prisa, sobre los brazos de mi hermana en cruz.

Los malhechores resurgieron justo cuando mi esposo terminaba de hacer la llamada urgente definitiva. Lo sorprendieron. Lo insultaron, apuntándole a la cara, acercándosele. ``¡Vamos!'', decretaron a voces. La prima agazapada los siguió; los vio huir en una camioneta que los esperaba del otro lado de la puerta forzada por la que habían irrumpido.

``Regresen el lunes; en la mesa ocho podrían identificarlos en fotografías de archivo''. Desistimos. Quién sabe por qué, fue como si nos hubieran dicho, ``ahora viene lo mejor''.