De acuerdo con los más recientes sondeos de los ánimos electorales venezolanos, el teniente coronel Hugo Chávez cuenta con el respaldo de 49.6 por ciento de los votantes y, a una semana de los comicios por la primera magistratura, supera ampliamente al independiente Henrique Salas Romer, su más cercano adversario.
El temor al triunfo del ex militar, que en 1992 encabezó un frustrado intento de golpe de estado, indujo a la dirigencia de Acción Democrática a desplazar a su propio caudillo y candidato, Luis Alfaro Ucero, para apoyar a Salas. Una medida similar podría ser tomada por otro partido clásico, el Copei, el cual se sumó a la candidatura de la ex reina de belleza y ex alcaldesa de Chacao Irene Sáez.
Los partidos tradicionales venezolanos buscan, así, unir sus fuerzas -pese a sus marcadas y antiguas divisiones-, ante la posibilidad de que Chávez gane y haga efectivo su ofrecimiento -o amenaza, según algunos- de convocar un congreso constituyente. Pero el frente que intentan construir plantea implícitamente el peligro de una fractura por mitades del cuerpo electoral venezolano y la tentación, por ambos lados, de dirimir el virtual empate, recurriendo a la violencia, incluso militar.
Los intentos por detener al militar golpista en su vertiginosa carrera hacia la Presidencia parecen insuficientes, no sólo por el sentido de la tendencia electoral predominante, sino por las fracturas que se presentan en AD, habida cuenta de que Alfaro Ucero decidió seguir adelante con su candidatura, incluso sin el apoyo de su partido, y de que estos intentos podrían repetirse en el Copei si esa formación de corte democristiano decide, finalmente, otorgar su respaldo a Salas Romer y retirárselo a Sáez. En unos días más, los principales partidos venezolanos pueden verse obligados a disputar por la vía legal sus símbolos, logos y representación a sus propios candidatos desplazados, lo que incrementaría la confusión de los tradicionales votantes adecos y copeianos.
Pese a las reagrupaciones, no es seguro que los primeros voten disciplinadamente y en bloque por Salas y que no se dividan entre alfaristas y salistas o que, en su defecto, concedan su sufragio directamente a Chávez, desilusionados por la disputa interna en Acción Democrática; tampoco que las bases del Copei voten en bloque por la candidatura de Salas, la cual tuvo su origen en una escisión de este partido.
La alianza en torno a Salas, como en otros casos similares, podría no sólo ser insuficiente para frenar el avance del Polo Patriótico de Chávez sino que también podría agudizar la crisis y declinación de los partidos que se le oponen y dar un carácter claramente clasista al voto, favoreciendo así al ex golpista. La crisis económica, la desocupación y la caída del precio del petróleo ayudan también a desgastar la base tradicional de los partidos moderados y reformistas e inflan las velas de Chávez, quien ofrece un ``cambio'' que dista de haber sido precisado y puntualizado y que, por eso mismo, es una consigna capaz de reunir descontentos de origen y proyección muy diferentes.
Venezuela parece, así, encaminarse hacia un gobierno radical-populista-nacionalista, cubierto por el sombrío antecedente de la intentona golpista. Los gobiernos de las aún incipientes democracias latinoamericanas deberían reflexionar seriamente en el caso de Venezuela: si Chávez recibe finalmente la mayoría de los votos, el triunfo y sus riesgos inherentes corresponderán -más que al militar- al profundo desasosiego social motivado por crisis económicas continuas y lacerantes y al descrédito en el que, por sus errores y sus vicios, ha caído la institucionalidad democrática venezolana, la cual dista, por cierto, de ser el único caso en el continente.