José Cueli
Un sorpresivo Sanromán

Aunque los misteriosos duendes de la Plaza México llegaron a vaciarla -con un cartelito de relleno a precios de corrida de lujo-- dejándola próxima a convertirse en polvo y hablar de su tristeza seca, de la amarga y desesperada desolación de nuestra fiesta, que parece agonizar y no se le ve por dónde pueda resucitar, apenas se oían olés, semejantes a gritos de angustia, y el rumor lento y opaco de los aficionados. Y no apareció el mago torero que eleve el espíritu torero. Tan sólo las ganas de serlo de Oscar Sanromán.

Por lo pronto, sólo la aridez abrazada del coso eran sombras en el ruedo. Lejanía sin límites, inquietudes sin término, vastas y eternas como el dolor. A pesar de eso, la plaza tenía un misterioso encanto que dejaba en el alma una huella inolvidable, una hondísima sugestión indecible, gracias a sus contrastes; lo imprevisto de su magia, el secreto de su encanto, el recuerdo de las grandes faenas, la escueta y concentrada belleza de su sencillez y los chispazos de torería de Oscar Sanromán.

Peregrinando por la extraña fiebre de sus tendidos, se penetraba en una luz velada que era sombra transparente y fluida, que, recogía gravemente el espíritu y disponía al cabal al hondo y condensable goce espiritual del sentir, del vivir, la maravilla del toreo, palpitación ardorosa y exquisita, representante de una ansia viva y angustiosa de belleza, evocadora del arte torero.

Todo en la Plaza México tenía ayer un valor supremo y absoluto y reflejaría una palpitación dramática, lo mismo en el éxito de Sanromán que en el fracaso de sus compañeros. Todo diría en elocuente expresión la tragedia o el triunfo, la poesía desgarradora de los toreros mexicanos, creadores de esta fulgurante hechicería --hoy en día--, desaparecidos, por esos misteriosos duendecillos que se empeñan en acicatearle su mal fario.

Tres toreros que por una u otra razón no la habían hecho, ahora partieron plaza para lidiar una corrida de Cerro Viejo con tres bravos toritos. Y siguieron sin hacerla y seguirán, ¿se salvará Sanromán en ese peregrinar incesante por las placitas de los pueblos y las ganaderías? No pudieron levantar las almas inmovilizadas por la agonía del toreo. Menos agitar frenéticamente los espíritus desmayados de los cabales que no creen, ya en nada. Imposibles que fueran capaces de crear faenas elegantemente espirituales y maravillosamente artísticas; ayunos de sitio, sin oficio y lo imperdonable, Teodoro y el Negro Montaño, sin valor. Sólo Oscar Sanromán expresó sus ganas de ser, torería y valor, en tres pases naturales con hondura, deletreados y bien rematados. Tres naturales en los que vivió y murió. La falta de sitio le impidió redondear faenas. Más dejó constancia que podría hacerla, si se le dan toros.

Junto a esa muerte de la fiesta brava, apenas, muy apenas, se oía el canto de los toros de Cerro Viejo -dos anovillados--que fueron vida y muerte. Seis ejemplares disparejos de presentación, débiles de los que se dejaron meter mano y lucieron bravura segundo, tercero y sexto, y difíciles cuarto y séptimo (el de regalo). ¡De todos modos fue agradable sorpresa la torería de Oscar Sanromán!