Antes de esta que llaman globalización, sólo ocurría en los pasillos de la ONU, en las Olimpiadas y en los chistes más corrientes del tipo de ``estaban un día un japonés, un gringo y un mexicano''. Cualquier rincón del planeta puede ahora ser cosmopolita y mundial. La gente se encuentra, y ya no necesariamente el chinito es el más ridículo, el indito un ingenuo o el gallego el más pendejo.
El mundo cambia de maneras muy extrañas últimamente. Quiero decir, le ha dado por hacerlo así, cosa de la moda, o las nuevas tecnologías de informática, o la facilidad de viajar, qué sé yo.
Por eso están todos ustedes aquí. Permítanme presentarme. Nada más, por favor, no se rían. Me llamo Sortilegio Mendoza, hagan ustedes el favor, y no nací aquí, pero llegué tan joven que todos mis recuerdos que valen la pena son mexicanos. En la prehistoria las cosas que ocurrían a mi pesar.
Piensen que soy cubano o catalán, me da igual. Les baste saber este país me dio la casa que nadie más en el mundo me quiso dar. De hijos a bisnietos, me sembré aquí.
En estos días todos hablan de deudas. La mía con esta tierra ya la pagué. He trabajado tanto. Mi descendencia es tan estupenda que yo creo que es México el que me queda a deber. Pero que ahí quede, estamos a mano.
Como tanta gente que ustedes conocen, vengo de esa monumental patata que nos hemos esforzado en convertir puré a tanto machacarla, discutirla, negarla, soñarla, añorarla, detestarla, exprimirla: la República.
Me quité el vosotros y el estabais y el acento en pocos años. La verdad, nací para ciudadano del mundo. Lástima que no he ejercido mucho esa ciudadanía. Ni falta. Para mí, vivir 40 años en la colonia Juárez fue la ONU, Babel, la diáspora reunida.
Así como me ven, hablo siete idiomas. Ni se imaginan cuáles. Además del griego clásico, que ha sido un capricho de viejo. Del que por cierto no me arrepiento. Uno nunca debe arrepentirse de sus caprichos.
Comerciante y lector, mis dos oficios fijos. Uno, para ganar dinero, y otro para perder el tiempo. Tuve muchos negocios, todos regularzones, pero suficientes para irle sorteando con la familia. No sé si oyeron hablar, o tuvieron alguna, de las Patinetas Sorti. Fueron un poco famosas en la primera época, cuando todavía se hacían de triplay. Eran mías. Fabriqué juguetes. Nada especial, baratijas, trompos, yoyos y baleros. De madera.
Es difícil fabricar y vender, así que hice lo que todos y sólo me dediqué a vender. Tengo el talento pero no la vocación, por eso siempre me salían los negocios a medias.
Vendedores: eso nos hizo el jodido capitalismo, que desde que recuerdo era el enemigo a vencer. Mi abuelo, obrero en Barcelona, fue un anarquista de novela. Vivió las polémicas de Bakunin en carne propia. Mi padre, obrero, participó en huelgas. Entonces, como ahora, el rey de España era también el rey de Cataluña.
Muy joven lo mandaron fusilar. Yo acababa de nacer, apenas lo conocí. Desde niño, con los zapateros, me hice anarquista. Vino la guerra y en las milicias, siendo casi niño, fui algo así como asistente de George Orwell, el inglés flaco, alto, seco, empeñado en creerle al PDUM, nunca entendí por qué, si él nunca hubiera sido uno de nosotros. Era inteligente pero, ustedes perdonarán, pero no demasiado. Y el pobre, además, era envidioso. Terrible sentimiento, eh, la envidia. Poseía un acusado sentido de la justicia, rechazaba los sometimientos coloniales y trataba de ser antiautoritario, pero lo vencieron sus demonios, ya ven. Su anticomunismo lo llevó a convertirse en delator, años después, ¡en su propio país!, cuando soplaba el macartismo feroz.
Así son los hombres que tienen las piernas de palo. Por fuertes que parezcan de los brazos o la cabeza, tarde o temprano les quiebran las piernas. Como escritor, la verdad, nunca, cómo decir. Esa obviedad inglesa, sin ambigüedad ni sugerencia. Los ensayos, sí, con cuenta ironía. En fin.
No tiene caso que me presionen, voy a hablar de lo que me venga la gana, y en el orden que salga. Y si se les acaba el tiempo de visita, ni modo. ¿Saben? Dedique tantas horas de mi vida, miles de horas-nalga, como dicen ustedes, al café y mediocres vinos rojos, disertando sobre la Guerra y la República. Miren que nunca participé en los incontables escuadrones de ajusticiamiento fantástico que a gritos y manotazos sobre las mesas, desde las trincheras de Dinamarca, Liverpool, Nápoles, Londres, Hamburgo y Avenida Chapultepec, tardaron medio siglo en ver morir al General Isimo.
¿Qué si conocí a Durriti? Sí. De eso siempre me preguntan. Es difícil hablar de muertos que están más vivos que los vinos. Cualquier cosa que uno diga suena a tontería, y yo era un inmaduro, me resulta más fácil recordarlo según los demás, mi memoria de él es muy verde. Le divertía mi nombre, lo repelía a veces, como extrañado de que alguien respondiera al llamado de Sortilegio. Con su permiso, de eso hablo luego.
De mi descendencia mexicana, ya dije, me enorgullezco. Sólo un nieto, de los mayorcitos, me avergüenza. Ustedes lo conocen estuvo en el gobierno. Un reaccionario cínico. Desde que estaba en la facultad nos retiramos el habla. Luego se fue a Harvard, y en adelante sólo supe de él por los periódicos. Como ya desapareció de las noticias, no sé de él. ¿Ustedes sí? No. No me interesa, gracias.
Los que tienen piernas de palo son un tema poco estimulante. Ya ven en cambio qué hijas he tenido. Y que pléyade de luminosos nietos. Podemos hablar de ellos, pero me van a acusar de indiscreto.
Ya sé que ustedes van a poner como quieran, metiendo mano y echando tijera, aquí y allá, a modo para sus fines. A eso se arriesga uno juntándose con periodistas.
La gran sorpresa fue de mi nieto Raúl, el menor, que decía ``van a entrevistar al abuelo, van a entrevistar al abuelo'', en la absoluta extrañeza de que yo tuviera algo de interés para los demás. Pero ya tengo edad para hacerme un poco famoso, ¿no creen?