La Jornada Semanal, 29 de noviembre de 1998


Carlos Monsiváis


Naranjo: retratista del poder


Se pregunta Carlos Monsiváis las razones por las que el genial Naranjo dibuja con ahínco los rostros de tantas nulidades o, en el mejor de los casos, mediocridades de la casta política nacional. En este ensayo aventura una hipótesis: lo hace para afirmar su vocación ``al glosar caricaturalmente las tropelías de las estrellas del teatro de la Respetabilidad''. Naranjo, como todos los grandes de su gremio, ``trasciende a sus temas específicos''.

Se atiende mañana y tarde

Tal vez con matices, sea cierto: a Rogelio Naranjo la política lo ha desviado de su vocación primera de dibujante fantástico, le ha quitado horas, días y décadas (quizá no en ese orden), dejándolo con una obra ciertamente magnífica pero poblada de seres que en unos meses o unos años se vuelven irreconocibles. ¿Quiénes son hoy, para ejemplificar, Jaime Serra Puche que fue ministro de Hacienda, y Héctor Hernández que fue Secretario de Comercio, y Mario Ramón Beteta que fue secretario de Hacienda, y Miguel Montes, fiscal especial del Caso Colosio, y Eduardo Robledo Rincón que fue gobernador de Chiapas, y Antonio Lozano Gracia que fue Procurador General de la República? Sin el sostén de fotos y paso fugaz por la televisión y comentarios ácidos de la prensa, pertenecen al costumbrismo que jamás se asomó a la Historia (se califique a ésta como se quiera). Son, como decenas de miles, briznas de esa industria de la impunidad y los derroches publicitarios, de Clase Dirigente, la élite que cada año se llama a ultraje y se recompone en sus espléndidas fortalezas. Sin el auxilio de ese aparato filantrópico, sus directores de comunicación y relaciones públicas, la cauda de extras de la Historia se afantasma en ese otro Juicio Final, el olvido misericordioso y exterminador.

¿Por qué le ha dedicado su tiempo y su estilo Naranjo a la notable casta de nulidades y mediocridades rapaces que integran el directorio de las cuentas pendientes de la nación? Examino una hipótesis: Naranjo no niega sino afirma su vocación al glosar caricaturalmente las acciones (las tropelías) de las estrellas del teatro de la Respetabilidad. Gracias a la excelencia de sus ideas visuales, Naranjo -como sus antecesores clásicos Villasana, Constantino Escalante, Jesús Martínez Carrión, Santiago Hernández y çlvaro Pruneda- trasciende a sus temas específicos. Esto aún no se advierte como es debido por la costumbre, eternamente sostenible, de adjudicarle características únicas a cada etapa política, lo cual es a todas luces falso. Cambian rostros, discursos y atuendos: prosiguen los comportamientos y también la circunstancia pasa, el dibujo permanece, porque así se ignoren los nombres de los involucrados, la conducta no admite dudas.

Hay personajes, por así decirlo, secundarios de Naranjo (y del país), que mantienen una ``aura'', es decir, continúan siendo reconocibles así estén muertos o políticamente jubilados. Entre estos vecinos preclaros de la Mala Fama y la Buena Sociedad. Por ejemplo Rubén Figueroa Figueroa, que no obstante sus múltiples ocupaciones se dio tiempo para ser cacique, o Carlos Hank González, que ha beneficiado con su carisma a su fortuna, o Fidel Velázquez, que gobernó sin límite a la clase obrera como un notable Mago de Oz, toda parafernalia y sistemas de sonido que le daban elocuencia de trueno a su estrategia de sometimiento. En la memoria, los salva su conversación de personajes de la política en anécdotas significativas del capitalismo salvaje.

Desde el dibujo

la farsa te contempla

Un dibujo de Naranjo no es humorístico en el sentido de la búsqueda profesional de la carcajada. Naranjo sí induce a la risa, a la sonrisa y a todas las otras decapitaciones de la falsa grandeza, pero no persigue el chiste sino la paradoja visual, algo muy distinto. Sus caricaturas perseveran en nuestro recuerdo porque, además de la finura estilística, son dibujos fantásticos, entreverados con anotaciones ácidas sobre el poder (se canjea el Más Allá por el Más Acá). A las mejores caricaturas de Naranjo -digamos, el pueblo cadavérico que sorbe con popote en su barril de Pemex, o los dibujos donde un Salinas miniaturizado imposta no la voz sino la estatura o el López Portillo que se le aparece al Juan Diego popular, o el Miguel de la Madrid que mira el hundimiento del navío desde una balsa con el atril del Informe Presidencial- las distingue el salto del cerco de lo político y la inmersión en lo fantástico. En Naranjo hay ecos de Chas Addams (no en la forma), de David Levine, y de su propio, reticente, fragmentado sentido del humor, y por eso ve en la política a la fábula absurda y grotesca que es terrible por sus consecuencias, pero no por las pretensiones de gloria de sus actores principales.

¿Cómo evitar la centralidad de los Presidentes de la República en un régimen presidencialista, donde, además de todo, cada Primer Mandatario hace de su efigie un lugar común obligatorio, la gran silueta de los sueños logrados de una sola persona? En Los presidentes en su tinta, la galería del poder máximo, en la perspectiva de seis sexenios, nos devela las semejanzas entre nota roja y cuento de hadas, entre virtudes proclamadas y asaltos al presupuesto. Los dueños del poder desdichadamente son reales, pero Naranjo, al no reconocerles mérito alguno, los envía al espacio donde ``el rey no lleva traje'', a la zona desnuda que no admite trucos o ceremonias.

Según Naranjo, a la política que hemos conocido la distinguen la mentira, el fraude, la privatización del patrimonio colectivo, la represión, en una palabra el juego de las fachadas y las confusiones deliberadas. Pero hay cambios, y el público prevenido (ya todos ahora) traduce lo dicho desde el gobierno exactamente al revés. Y si queda clara la trampa del sonido oficial, la manipulación de la imagen es aún más evidente. De los antihomenajeados por Naranjo, el único que no admite la carnavalización es Gustavo Díaz Ordaz (el cartón de Naranjo ``Y sigue tan campante'', donde Díaz Ordaz es un Johnnie Walker entre féretros, no es farsa sino fantasía macabra). A los demás, el choteo, dibujarlos en su esencia vaciladora, les concede su registro público. Muy especialmente, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo son, en las versiones de Naranjo, criaturas de la máscara, emperadores sin traje posible, demagogias en el tendedero, magos capaces de asaltar en despoblado a las multitudes: ``No le quite la vista a mis declaraciones, y no se fije en mis manos.''

Hay una correspondencia sólida entre la actitud de Naranjo y la de sus lectores. En el tiempo de Luis Echeverría y José López Portillo, la sociedad mexicana se acerca de golpe y gracias en lo fundamental a Rius, Helio Flores y Naranjo a la irreverencia y la desacralización. Se produce la sensación de riesgo compartido entre el caricaturista y sus lectores, y, digamos, a mí me sucedía que ante un cartón de Naranjo, particularmente vitriólico, alzaba la vista con rapidez para cerciorarme de estar a solas (no fue así, a la mejor sí fue así). Hay peligro físico y laboral en los cartones de Naranjo de una etapa, y esto se advierte, según creo, en los propios dibujos, que de algún modo contienen la satisfacción del reto asumido. Y los caricaturizados, así ya no mantengan la creencia desaforada en su rango semidivino, le aportan al cartón la solemnidad patricia que creen poseer. Son, desde el pedestal de su conducta, estatuas caricaturizables.

Miguel de la Madrid es un puente indeciso entre la demolición del PRI histórico y el neoliberalismo. En su sexenio brota el relajo neoliberal, fruto de cursos pospreparatorianos en el extranjero, asumidos religiosamente, y de la conversión del saqueo y del escándalo en proyectos teológicos de Nación (``Y conoceréis la privatización, y en apenas unos cuantos siglos, la privatización os enriquecerá''). Desde entonces, la caricatura debe competir en eficacia humorística con la realidad de las clases dirigentes. Deja de tomarse en serio el desgarriate, la comedia de equivocaciones donde nadie llega a tiempo a su casa porque el pasaporte falso trae una dirección equivocada. Esto por un lado, porque ¿cómo no tomar en serio el inmenso desaguisado nacional si el derrumbe económico es ya la segunda piel de la sociedad? Sin premeditarlo, pero con rapidez, Naranjo renuncia a la irreverencia (¿quién cree que los políticos alguna vez merecieron reverencia?) y a la desacralización (¿qué tuvieron alguna vez de sagrados?). Y los políticos, así ``ya no les diviertan los imbéciles que los critican'', conceden lo obvio: la impunidad del poder no rige en lo visual y disminuye a diario en lo verbal. ``Ni modo'', podrían decir, ``soy político, soy caricaturizable, y debo entregar mis rasgos a la gleba, que al fin y al cabo ni sátiras ni choteos me reducen el poder. Quédense con mi imagen y yo me quedo con mi autoridad''.

De la caricatura

como Museo

de las Verdaderas Intenciones

En su etapa actual, Naranjo se reconcilia una vez más con su pasión formativa y en sus dibujos de los Encumbrados deja intervenir a la fantasía. Y para los caricaturistas, Salinas y Zedillo son dos jubileos, dos misas de coronación, Fidel Velázquez era el apogeo embalsamado que se creía pirámide, pero Carlos Salinas, versión Naranjo, conspira desde la caricatura para no diluir la dicha de su poder de burla. Este podría ser su mensaje: ``Ríanse de mí que aquí, desde la caricatura, me estoy riendo de ustedes.'' Y don Ernesto Zedillo entrega la desolación de sus rasgos, el furor y las dudas y la felicidad y el encono del orador nacido hace cinco minutos y la actitud profesoral de quien llegó a la caricatura por accidente, y se pregunta por la pose que conviene en un dibujo satírico.

Naranjo ha registrado en estos años -junto con Helio Flores, los Chamucos, Falcón y otros- la decadencia de un sistema que fundó su esplendor en las inmensas limitaciones de la sociedad. Al decir esto, traigo a cuenta una de mis tímidas objeciones a Naranjo, y de hecho a la caricatura política en México: sin quererlo, se han sometido al esquema que sólo hace caber en el país a la política, y deja fuera a la sociedad, salvo en representaciones alegóricas (en Naranjo, el personaje pobrísimo y muerto de hambre sin absolución). Pero la sociedad, así a la caricatura sólo llegue vuelta estereotipo, existe y vigorosamente. En el mismo orden de cosas, no siempre hallo justa la perfección del trazo en Naranjo. Me gustarían caricaturas de índole grotesca que hicieran las veces de espejo fiel de las clases gobernantes. Un cartón de Naranjo -o en la nueva generación, de Antonio Helguera y José Hernández- dota a sus personajes de la nobleza de los rasgos coherentes. Y esto es difamación a su favor.

Me desentiendo de mis filias y fobias, y entiendo la estrategia de un profesional de la paradoja visual y de la imaginación vindicativa. (``Al ubicar la esencia de tu comportamiento, oh poderoso, anulo los rasgos conmemorativos que traes puestos''). Naranjo exhibe al poder en su rotunda ridiculez, no de las facciones (en este campo nadie es inocente), sino del comportamiento, tan opuesto a la majestuosidad pretendida, y tan pródigo en ese humor involuntario que quiere hacerse pasar por gesticulación patriótica. Como se quiera, Naranjo ha cumplido con creces su vocación de retratista fantástico. Y no es culpa suya si al contemplar su pasarela presidencial, en nuestros recuerdos se alternan el relajo con la irritación y el resentimiento.

Ilustración: José Hernández