Uno le pega un tiro a un individuo.
Uno lo invitaría si lo hallase en un bar
o lo ayudaría con media corona.
Esta es la actitud inglesa ante la guerra en la voz del señor Thomas Hardy, o al menos es la actitud de posguerra. Inglaterra puede ser una nación de tenderos, pero no guarda ningún rencor absurdo hacia aquellos que se han desgraciado en la pelea competitiva. Y eso es lo que hace a Colonia una ciudad diferente de Essen o de Trier. En Colonia el soldado es la excepción; en Trier se puede decir muy ciertamente que el ciudadano alemán es la excepción.
Pero Inglaterra marcha por un filo muy angosto de sofisma y prevaricación. Su separación geográfica de Europa la ha prevenido (por el momento) de resbalar en el odioso e irreflexivo espíritu de revancha, pero hay un sector de la nación al que le gustaría vernos caer en el fango del éxito superficial con Francia, en vez de permanecer peligrosamente a solas. Para aquellos que han visto, no importa por cuán breve tiempo, las condiciones reinantes en el Ruhr y en las provincias del Rhin, no puede haber duda de que esta última es no sólo la política correcta, es la única política segura. De otro modo, es inevitable una guerra más y en menos de veinte años.
Suciedad es la primera impresión que se lleva uno de Essen, pero la suciedad en sí no es algo intolerable. Hay suficientes rostros felices que ver en Manchester o en Liverpool, porque la miseria no es la provincia natural de una ciudad manufacturera. Pero en el Ruhr hay una atmósfera de miseria y tirantez que se sedimenta en los poros de la conciencia, el tipo de tirantez que se siente en una pesadilla infantil, cuando un vago y desconocido algo puede suceder en cualquier momento, tal vez salga de una alacena, tal vez detrás de una puerta.
En un mundo de sombras hay dos realidades, el soldado francés, con casco de acero como en la guerra, y la pobreza. En cuanto al soldado francés -bueno, hay cosas peores-, muy a menudo es amable, pero siempre despreciativo porque, ¿acaso no es el conquistador? Al menos aquí, en el Ruhr, él es blanco. Tal vez sea bueno caminar por el filo de la banqueta y no obstruir su paso, no importa cuán accidentalmente, porque pudo haberlo reprendido su oficial o su cena pudo no haber coincidido con él. Sí, el hombre es suficientemente bueno, pero a veces su esposa es menos agradable, y si también hubiera una hija y tal vez una suegra, todos alojados encima de usted, cocinando en la estufa de usted, compartiendo su cocina, los asuntos se prestan a ser fastidiosos. La trivialidad de la fricción puede provocar una sonrisa, pero cuando sigue día con día, semana a semana, y los meses se resbalan en los años sin un alivio eventual que mirar, con las pequeñas precauciones y las indignidades triviales constantes, una trivialidad se vuelve una tragedia.
Y ahí está la pobreza. ``Mire los cafés -grita alguien-, están repletos cada noche.'' Eso es verdad, pero si tal observador ingenuo se sentara en un café desde las siete de la tarde a las once de la noche se daría cuenta que 70% de los que están ahí alargaron una noche de plática y calor y luz con un vaso de cerveza. Por ese pequeño desembolso pudieron obtener todo lo que necesitaban -excepto comida, porque un hombre en estos días debe aprender a trabajar con un alimento al día, a excepción de un derroche de lujo ocasional.
Es verdaderamente afortunado si tiene trabajo. En 1914 Krupp empleó 80 mil hombres y mujeres. Después del incremento temporal durante la guerra, la firma convirtió su maquinaria hacia la manufactura de artículos de paz con extraordinaria velocidad, y ya estaban empleando 99 mil al momento de la invasión francesa. La resistencia pasiva, sin embargo, que siguió a la ruptura del tratado forzó a los directores a despedir a un tercio de sus empleados, y el trabajo de poda, como me dijo el mismo director, aún seguía. ¿Y qué van a hacer esos hombres? De ahí en adelante su trabajo, debido a la política por la cual las reparaciones serán pagadas por unos cuantos industriales, escasamente trajo un salario para vivir. Un trabajador ordinariamente calificado recibe 25 marcos a la semana por alquilarse, que se aproxima más o menos al salario pagado en Inglaterra a un trabajador agrícola, en tanto la comida en Alemania es el doble de cara que en Inglaterra y el vestido tres veces más costoso. El seguro, sin embargo, por desempleo -aquí no hay peligro de que sea voluntario- el mayor estimado para una familia es de seis marcos a la semana. El lobo ha abandonado el cubil, y acecha al gato doméstico en cada fogón.
Los niños de los desempleados se suman a las dificultades de la existencia. Antes de la llegada de los franceses había escuelas a las que podían ser enviados, tal vez por calor más que por educación. Pero en el Ruhr o en los distritos del Rhin han sido cerradas doscientos de esas escuelas. En muchos lugares los miembros de una escuela usan el único edificio que permanece en pie en la mañana, en la tarde aquellos de la otra. El resto de la tarde los niños son forzados a vagar alrededor del pueblo y a jugar en la calle, y en consecuencia no es posible prevenir muchos accidentes desafortunados. Más de 147 mil familias han sido expulsadas tan sólo del Ruhr. ``Oh sí, uno debe ser cuidadoso'', dijo un viejo camarero en uno de los cafés. Hablaba un poco de inglés, habiendo vivido por muchos años en este país antes de la guerra. ``Es mejor guardar silencio, aún en casa. Tengo a dos francesas en mi casa, y ellas reportarían. Los soldados franceses, ellos no se portan mal, pero son estrictos. Es algo duro para los hombres de mi edad dejar sus casas de improviso. Y no pueden llevarse nada. Tal vez tengan que dejarlas para los franceses antes que éstos se vayan. Es duro, sí''. El revoloteó la mesa con su servilleta y partió.
No sólo es una tragedia alemana, es una tragedia francesa, porque ella está olvidando aquellos grandes ideales de la Revolución que la hicieron la benefactora del viejo continente.
9 de mayo de 1924
Traducción:Rubén Moheno
* ``Tú lo quisiste, Georges Dandin. Tú lo quisiste. Tanto peor para
* ti'' (N. del t.)
La guerra estalló en menos de 20 años, tal como apunta Graham Greene en su ensayo, con notable claridad de visión para un muchacho de 19 años de edad. Coincidía, desde otro ángulo, con el análisis del economista más importante de este siglo, John Maynard Keynes. En 1919, a sus 36 años, Keynes había sido nombrado representante del Tesoro británico en el Tratado de Versalles, pero renunció en plena maniobra para redactar una condena en forma de libro contra el acuerdo. Las consecuencias económicas de la paz se publicó la Navidad de ese año con enorme éxito. Sin embargo, expuso a Keynes a la acusación de simpatía proalemana. ``Mi propósito en este libro -señaló- es mostrar que la paz cartaginesa no es prácticamente justa ni posible''. His bloody treaty, dijo con amargura, hacía que la batalla estuviera perdida y todo listo para la devastación de Europa.
El tratado hacía que Alemania perdiera territorio y materias primas y Keynes consideraba excesivas las demandas; probablemente no po- drían pagarlas. No pudieron, y entre diciembre de 1922 y enero de 1923 Alemania fue declarada en quiebra y antes de finales de enero tropas francesas y belgas iniciaron la ocupación del Ruhr. De esa ocupación trata el testimonio del joven Greene.
La visión de Keynes fue la de un economista maduro y genial, la de Greene apunta al factor humano.
Greene y su amigo Claude Cockburn -periodista y comunista- habían leído el libro de Geoffrey Moss, Derrota. Ahí se narra cómo los franceses alentaban la formación de una República separatista (conocida como República Revólver) en la región del Ruhr, y para animar su plan, llevaron a la zona cuanto delincuente alemán pudieron conseguir: lenones y regentes de burdeles de Marsella y otros puertos, ladrones que sacaron de cárceles francesas para apoyar a los colaboradores. También describe el asesinato callejero, a tubazos, de un policía de la Alemania ocupada, a manos de una turba de separatistas, ante la complacencia de las tropas francesas. Cuando terminaron su tarea y el hombre quedó muerto, los separatistas se estrecharon las manos satisfechos.
Ambos se indignaron con la lectura y decidieron ir allá para ``hacer algo''. Ninguno tenía dinero para el viaje, así que Cockburn se dio a escribir artículos para financiarse, en tanto Greene tuvo la peregrina idea de acudir a la embajada alemana para solicitar fondos a cambio de la publicación de artículos en los periódicos locales de Oxford, donde estudiaba, acerca de lo que vería. En forma sorprendente, acaso también para él mismo, aceptaron su propuesta. El ``contacto'' de Greene fue el conde von Bernstorff. Von Bernstorff, que sería ejecutado en una cárcel nazi durante el último mes de la guerra por organizar una ruta de escape para judíos de Alemania a Suiza, entregó a Greene las 25 libras esterlinas que bastarían para cubrir los gastos.
El viaje a la zona ocupada se realizó. Los jóvenes siguieron los pasos de una patrulla de soldados senegaleses, esperando, sin éxito, ser testigos de una violación. Violaciones ocurrían; se reportaron más de 100 en el periodo. Solían ser ejecutadas por soldados senegaleses o marroquíes, una agravante en una sociedad como la alemana. Tampoco había libertad de expresión.
Greene buscó penetrar en la zona francesa de Alemania, y hablar con los separatistas para conocer sus planes. En carta a su madre, él dice: ``Todo mundo se encendía al vernos, y ahí estaba esa deliciosa sensación de ser odiado por todos... todos los extranjeros se suponían oficiales franceses''.
Greene cumplía tareas de una vocación que se manifestó desde su juventud. Me explico: no quería espiar por el gusto de hacerlo, sino conocer la vida de otros para nutrir el caudal de su verdadera vocación, escribir narrativa de ficción. Pero su padre se preocupó por sus contactos con la embajada alemana, le dijo que podrían arruinar su futuro.
El periódico inglés The Times, por su parte, atacó el libro de Keynes en términos majestuosos: ``(Keynes) se arroga el derecho de sentarse a juzgar y condenar severamente, como estadistas y como hombres, a los primeros ministros francés (Georges Clemenceau) y británico (Lloyd Georgey) y al presidente estadounidense (Woodrow Wilson)''
El tratado contenía el embrión de la doctrina del estancamiento secular que llegaría a popularizarse en los Estados Unidos durante los treinta. Estancamiento que fue subsanado con estrategias keynesianas. Keynes, quien hizo ver que el quid del problema del estancamiento radicaba en la deficiencia de la inversión privada. El New Deal hizo una sorprendente demostración de la eficacia del gasto público como medio de promover el bienestar nacional.
Keynes debe su fama entre los economistas al imprescindible libro Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936). Ahí se presenta un poderoso mensaje básico, o un violento ataque contra el supuesto (falso) de la existencia, en las sociedades capitalistas, de unos mecanismos de ajuste económico que producen automáticamente las condiciones de pleno empleo de hombres y recursos.
Rectificó el concepto clásico de que la oferta genera su propia demanda, con el concepto de demanda efectiva keynesiana, donde a cada nivel de empleo corresponde un nivel de demanda efectiva. La función consumo keynesiana expresa que el consumo crece con el ingreso pero en menor proporción. Y la ``función empleo'' expresa las variaciones en éste como consecuencia de las de la demanda efectiva.
La influencia de Keynes en los Estados Unidos fue definitiva también durante la contienda. En Inglaterra recurrieron a él para que diseñara la estrategia económica del conflicto y muchos dijeron que nunca habían estado tan bien abastecidos como durante el racionamiento (de seguro en forma más equitativa que en la era thatcheriana). Keynes, no obstante, trató de evitar ese racionamiento y se sintió frustrado por la aplicación incompleta de sus recomendaciones, que implicaban una muy avanzada redistribución de la riqueza mediante la combinación amplia de impuestos, ahorro voluntario y ahorro forzoso.
También recurrieron a Greene. De 1941 a 1944 realizó un brillante trabajo como oficial de contrainteligencia en la pelea contra los nazis.
En 1946 Keynes muere de un ataque al corazón. Su empeño por fundar instituciones financieras internacionales dotadas de racionalidad enfrentó la contrapropuesta del estadounidense Harry Dexter White en las negociaciones previas a los Tratados de Bretton Woods, que harían surgir al FMI. Hoy todos, incluso los dirigentes de ese organismo, podemos ver los lamentables resultados de esa contrapropuesta. Las áreas ocupadas del mundo, a las que se suman las marginadas, viven un sufrimiento infinitamente superior al que padecía la región del Ruhr.
Keynes tenía una visión peculiar de sus colegas: ``Sería espléndido que los economistas pudieran conseguir que se les tuviera por gente humilde, competente, al mismo nivel que los dentistas''. El lector podría preguntarse, con honradez, si tiene por gente humilde y competente a los economistas que identifica.
Aunque en México hemos tenido economistas geniales de verdad. Uno así fue don Antonio Sacristán Colás, maestro emérito en la UNAM, donde fui su alumno. Español de origen, pero mexicano al final y legendario en sus propios días. El no tenía, propiamente dicho, la humildad de un dentista. De lo que nos enseñaba, solía decir, ``para entenderlo no se necesita ser economista''.
El Modelo de modelos desarrollado por el maestro Sacristán Colás incorpora, desde luego, la función de consumo keynesiana. Acepta, sin gazmoñería, el planteamiento marxista del capital como ``trabajo anterior'' (``capital es trabajo y tierra ahorrados''), también incluye la refinada matemática de las teorías neoclásicas de la marginalidad. Su Modelo de modelos soluciona la economía mundial, así como se oye y por increíble que parezca. Es sólo que, como infaltable condición de crecimiento y equilibrio para el modelo, el salario real deberá crecer en la misma proporción en que crezca el producto. Con lo cual la economía tendería al pleno empleo, y los precios tenderían a ser estables.
El maestro Sacristán Colás estaba en guardia frente a banqueros tipo Espinoza Yglesias (``eso sí, siempre muy bien vestidos''), pero no es difícil imaginar lo que habría sentido con los de ahora. Tal vez en prevención de los aullidos de alarma de la clase empresarial, que en nuestro país ha tenido un carácter más bien rentista. El señaló: ``El capitalismo puro no es nocivo en sí mismo, pues no consiste en otra cosa que en la restricción de consumo para dedicarlo a la producción de medios de capital que utilizados por el trabajo permiten incrementar el producto y la productividad de la mano de obra. Es, pues, notoriamente injusto e irracional que el sacrificio de consumo del salario favorezca en mayor proporción a la ganancia que al salario.''
Pero claro, decía él, las decisiones políticas se encuentran por encima de las económicas. ``Con esto se pone de manifiesto lo que el Estado no hace y debiera hacer y, además lo que el Estado hace que no debiera hacer. El Estado no asegura ni vigila la proporcionalidad del crecimiento del salario con el producto, ni la ilicitud de la ganancia por mera alza de precios. En cambio, alardeando de libertad de empresa, retiene en su mano la tasa de interés y el tipo de cambio, con lo cual frena la inversión y el empleo y está impidiendo que el salario pueda crecer en proporción con la productividad del trabajo.''
El truco de este negro asunto -el del poder político- es tan viejo como las pirámides; ya que las pirámides se levantaban, entre otros fines, para cumplir con el propósito económico de regresar algunas fichas a la abrumadora mayoría de jugadores que se quedaron sin ninguna, y evitar la demasía en la producción. Porque, si la teoría económica es una ciencia, la política económica es un arte y la practicada actualmente tiene la cualidad del crimen.