En Pijijiapan, 17 poblados indígenas siguen incomunicados
Jaime Avilés, enviado, Valdivia, Chis., 28 de noviembre Ť Valdivia era grande. Había una escuela, una clínica, un templo, una cancha, una estación de trenes, un cementerio y dos farmacias, ambas para reses. Ahora todo está cubierto por millones de toneladas de arena.
La noche del 7 de septiembre, en medio de un aguacero que llevaba una semana cayendo, se desgajó el cerro El Pelón. De pronto, miles de rocas se desprendieron de la cima, bajaron rodando hasta la corriente de los ríos Novillero y Las Arenas, que pasan por ambos lados de Valdivia, y aumentaron de golpe el nivel de las aguas, que ya estaban crecidas de por sí.
El 8 de septiembre, a las tres de la mañana -``hora de Dios'', o cuatro de la mañana, ``hora de Zedillo'', según la llaman en Chiapas-, la gente despertó al oír que los zapatos bailaban por sí solos, flotando a varios centímetros del piso, en todos los dormitorios. De modo que los adultos se levantaron con el agua en los talones, anduvieron de aquí para allá por toda la casa, en todas las casas, buscando una decisión, ropa, linternas, pero no salieron a las calles sino cuando el agua les llegó a las rodillas.
``Cuando mi cuñado me dijo: `¡Nidia, subí al camión, subí al camión!', el agua me daba hasta acá'', recuerda, poniéndose la mano a la altura del pecho, una mujer que ahora vive en una casa de láminas junto a la carretera federal. En sólo hora y media, Valdivia se convirtió en una laguna. Pocos días después, conforme se iba secando el agua, empezó a transformarse en un lodazal. Ahora es un desierto.
Valdivia era grande. Aquí vivían 4 mil personas. Andando por la avenida Sur Poniente, entre antenas parabólicas, tinacos, pretiles de azoteas no más altas que yo, siento que vuelo sobre las casas enterradas en la arena. ¿Cuántas personas murieron en este lugar?
-Tenemos registrados ocho muertos -dice Roberto Cruz, Tito, juez rural de Valdivia y jefe local del PRI-. De los ocho, identificamos a dos: una señorita de 15 años y el papá de ella, Adulfo Mendoza.
-No -contradice un anciano que está oyendo la conversación-, y un señor David Escobar también...
-¡Ah, sí!, don David, el que sobaba...
Tito, representante local del ``señor gobernador de Chiapas'', explica que los cinco muertos restantes no eran de Valdivia.
-Eran de otros pueblos de más arriba; a ésos los vino arrastrando el agua. Nadie los reconoció. Uno era ya puro esqueleto.
-¿Sólo ocho muertos en un pueblo de 5 mil personas?
-Sí. Muertos identificados, sí. No identificados, alrededor de 30.
-¿No que eran cinco?
-Cinco cuerpos -agrega con tranquilidad-, pero además hay como 30 que no se han encontrado los cadáveres, o no han regresado. Pero esos no son muertos. Son desaparecidos.
-Ese río no estaba allí -cuenta el velador del motel Ramdich II, sobre la carretera Arriaga-Tapachula, a 20 kilómetros del pueblo enterrado.
El 8 de septiembre, a las cinco de la mañana, hora oficial -pocos minutos después de la desaparición de Valdivia-, el establecimiento contaba con un solo cliente: un agente viajero, hospedado en el búngalo 1.
-Y no se quería salir del cuarto el muchacho -precisa el velador-. Yo le fui a tocar varias veces, y como no se levantaba, le grité: ``Párate, párate, ahí viene el fin del mundo''. Y es que toda la carretera estaba tapada de agua, aquí todo este patio era un mar...
-¿Y el muchacho salió?
-Sí -dice el velador-, le estuve ayudando a sacar sus cositas, porque él venía mucho por aquí y dejaba sus mercancías en la pieza. Como a las siete de la mañana, cuando acabamos de llenar su camioneta, el agua ya nos daba a media pierna.
No era para menos. A sólo dos kilómetros del motel, las inmensas rocas de 50 toneladas, que eran parte de la cima de El Pelón, ahora flotaban como albóndigas en la desquiciada corriente del río Mapastepec -paralelo al Novillero-, y golpeaban y rebotaban una y otra vez contra las bases de los puentes que sostenían la flamante carretera de cuota, recién estrenada por la administración del doctor Zedillo.
Como a las 12 del día, recuerda el velador, el acotamiento de la carretera se hundió, abriendo un foso de cinco metros de hondo a lo largo de la fachada del motel. Por eso, ahora el Ramdich II queda a la orilla de un río que antes no estaba. Hoy, se dice, en el Soconusco hay más de 300 ríos; antes del desastre había 60.
Las lluvias en la costa chiapaneca del Pacífico empezaron el 2 de septiembre. Era miércoles. La niebla, los relámpagos, los truenos, el viento, las tupidas cortinas de agua no llamaron la atención de nadie porque eran parte de lo normal en una zona donde todo es tan verde. El jueves, al oscurecer, no había cesado de caer agua del cielo. Y para el domingo, cuando la tormenta se prolongaba ya por quinto día sin tregua, la población del Soconusco, habituada a los chaparrones desde siempre, hablaba de la lluvia francamente con escándalo. La mujer del velador, por ejemplo, dijo: ``Si esto sigue así, no sé qué vamos a ponernos mañana. En toda la semana no he lavado una camisa''. Sin embargo, no estaba lloviendo más que otros años.
Llovía, al mismo tiempo, en la selva Lacandona; en la reserva de Marqués de Comillas, a todo lo largo de la frontera; en la Sierra Madre de Motozintla, y desde allí hasta Ciudad Talismán, junto a Tapachula, y desde Tapachula hasta Tonalá, cerca de los límites con Oaxaca, y desde Tonalá hasta las montañas de La Fraylesca, en la llamada región Centro.
De acuerdo con la oficina del gobernador Roberto Albores Guillén, las lluvias de septiembre, en todo Chiapas, provocaron el desbordamiento de 51 ríos y la destrucción parcial de 160 puentes, además de ``afectar'' 4 mil 646 kilómetros de carreteras estatales y federales.
En el Soconusco -la zona más lastimada-, las aguas derribaron 52 puentes de la suntuosa carretera federal. El Plan DN-III, aplicado el 8 de septiembre por el Ejército, respondió al objetivo primordial de restablecer la comunicación terrestre, y los oficiales al mando dejaron para más tarde -esto se oye por aquí en todas partes- el rescate de las personas. Setenta días después del desastre, hay todavía 17 comunidades indígenas a las que sólo se puede llegar por helicóptero, en el municipio de Pijijiapan.
-Valdivia era grande -dice un taxista en Tapachula-. Los domingos íbamos a jugar futbol. Tenía una cancha muy buena.
Hoy, sobre la cancha, que en realidad es un páramo, hay cinco tumbas cubiertas de flores, porque al viejo panteón se lo llevó El Novillero. Desde el nuevo cementerio del pueblo se ven las faldas de El Pelón, con sus imponentes jirones de roca blanca, como arañazos de gato. Es el mismo paisaje que se observa por el camino de aquí hasta Tonalá a lo largo de 210 kilómetros. Rapados por la voracidad de los ganaderos que saquearon los bosques durante los últimos 20 años; arrasados por los incendios de abril, incapaces de absorber el agua de lluvia por falta de árboles y de humus, los cerros del Soconusco, finalmente, se cayeron a pedazos.
El domingo pasado, el secretario de Desarrollo Social (Sedeso), Esteban Moctezuma, acompañado por Albores Guillén y otros funcionarios locales, visitó el Soconusco para recorrer los fraccionamientos llamados Nuevo Milenio, donde se construyen casas para los damnificados.
Durante su gira, el titular de la Sedeso no manifestó el menor interés por la situación de Pijijiapan -tierra del pájaro pijiji-, gobernado por el PRD, donde hay 17 comunidades a las que, debido a las inundaciones, todavía no se puede llegar por vía terrestre: Guanajuato, Nueva Flor, Galeana, Puente Margaritas, El Rosario, El Vergel, San Antonio, Miramar, Plan de Ayala, Emiliano Zapata, Buenos Aires, San Marquitos, Zapotal, Las Cuachis, Buena Vista, El Alambrado y Totón.
En Pijijiapan se perdieron 3 mil 382 reses, 258 caballos, 3 mil 325 cerdos, mil 131 borregos y 9 mil 482 gallinas. El recuento de las muertes humanas, por el contrario, aún es un enigma.