A veces las ideas salen solas, sin meditaciones, sin búsquedas de explicaciones, un poco por casualidad. Charlaba hace días informalmente con un amigo y experto en derecho del trabajo sobre los orígenes de la disciplina. El decía que la regulación del trabajo es tan antigua como el hombre. Yo le decía que una cosa es la regulación del trabajo, lo que lleva implícita la preocupación por la calidad del producto a partir de la buena materia prima y de la excelencia de la mano de obra, y otra muy diferente es la preocupación por el trabajador, que es la esencia del derecho del trabajo. Esta es producto, a largo plazo, de la Revolución Industrial, la cual, nacida en el último tercio del siglo XVIII, encuentra la respuesta social casi al final del siglo XIX, con hombres sensibles en el camino: socialistas utópicos, socialistas científicos (marxistas), anarquistas, socialdemócratas, y para terminar la fiesta, en mayo de 1891, con Rerum novarum de León XIII, la doctrina social de la Iglesia católica. Pero también de por medio la revolución francesa de 1848, de consecuencias nefastas, y el drama de la Comuna de París, en 1871, terminado por la infinita crueldad de las tropas del Mariscal Thiers, a quien aquí rendimos el muy discutible homenaje permanente de una avenida ancha y vistosa.
De repente caí en la cuenta de que ahora volvemos a los tiempos viejos del gremialismo.
El derecho del trabajo nace como una exigencia de protagonismo y tutela a favor del trabajador. Pero antes de ese acontecimiento, el protagonismo era del producto, de sus virtudes. Los estatutos gremiales se ocupaban de exigir el cumplimiento cabal de requisitos de lo que los artesanos hacían. Su condición personal no era importante. El maestro fungía por regla general como tutor cuidadoso de los aprendices y los oficiales se las arreglaban solos. No era un trabajo de demasiados riesgos ni agotador. Quizá en verano, porque la tardía puesta del sol hacía más largas las jornadas, al menos en Europa, a cambio de la cortedad del invierno.
Pero el maquinismo y el descubrimiento de la iluminación por gas cambiaron las cosas. Se produjeron los accidentes con más frecuencia, las jornadas eternas, la explotación de niños y mujeres. Y mucho tiempo después nacieron las normas que intentaron proteger, y por un tiempo lo lograron, a los trabajadores.
Hoy parece que volvemos a los tiempos del gremialismo en los que lo importante era el producto y no el productor.
Sin ir demasiado lejos: en el Acuerdo de Cooperación Laboral anexo al TLC, las palabras claves son competitividad, productividad y calidad. En ninguna parte se invoca el logro de la justicia social como objetivo del acuerdo. Y si uno se asoma a los documentos empresariales presentados en las -dicen- más de 10 reuniones bilaterales bajo el cobijo de la STPS con los interlocutores de las viejas estructuras sindicales, que tienen como pretexto, pero no como objeto, la reforma de la LFT, lo único que podrá verse es el propósito de flexibilizarlo todo: salarios, tiempos de servicios, movilidad funcional, etcétera, pero en modo alguno tratar de lograr una vida mejor para los trabajadores. De nuevo, el reinado del producto hoy identificado por una palabra derivada: productividad.
El problema es que la vida gremial, que se deslizaba bajo condiciones adecuadas, quizá no abundantes en las remuneraciones para los oficiales, pero sin riesgos mayores, con no pocos descansos y fiestas y liberación para los artesanos de obligaciones militares, lo que no era poca cosa, las cosas no estaban tan mal. Pero ahora, en el momento en que se pretende poner en el pedestal al mercado y tratar de borrar con estadísticas macro impactantes las realidades aplastantes y dolorosas de la microeconomía (me dice Pablo Marentes y tiene razón, que la macro no puede vivir aislada, porque no es otra cosa que la suma de las micro, y sumar miserias sólo da miseria), las consecuencias no pueden ser peores.
Daría la impresión de que el siglo XX ha sido el siglo colchón, de antes y después, y que supuestamente derrotado el socialismo (con el fracaso evidente del sistema capitalista, víctima de sus ambiciones financieras), el derecho del trabajo está de más. Ya podemos volver tranquilos a los viejos tiempos del gremialismo. Ya no importan los hombres. ¡Viva la productividad!