Guillermo Almeyra
Las capitales y los capitales

En algunos importantes países de América Latina los partidos de centroizquierda gobiernan las capitales, no tanto como resultado de sus políticas y de sus esfuerzos, sino porque allí los ha llevado una fuerte ola de descontento social y político, y una hambre de cambio, de democratización. Desde el gobierno de las capitales deben ahora encarar la escalada al gobierno nacional, como en Argentina o Uruguay, y quizás al poder, que no se identifica con el mero gobierno y, por lo tanto, deben definir su política ante los capitales -nacionales y extranjeros- que controlan la economía y, por consiguiente, ante la sociedad. Si optan por hacerse chiquitos, demostrar moderación, no agitar las aguas sociales para no espantar a los inversionistas ni irritar al poder (económico, político y social) que se les opone, no hacer realmente sino una oposición politicista sin intentar organizar la oposición social, se colocan en el interior del sistema y como una simple variante del mismo, y pierden capacidad de atracción popular.

A juzgar por sus políticas, sus declaraciones y las posiciones finales del Foro de Sao Paulo, tal parece ser su opción. Pero no se puede convocar a un cambio y, al mismo tiempo, tratar de satisfacer a los medios de negocios y al gobierno de Estados Unidos, de no asustar a los militares ni a los grandes empresarios (no proponiendo nada, por ejemplo, contra la desocupación, que es el principal problema en nuestros países o no explicitando ningún plan económico alternativo). Haciendo así se corre el riesgo de no organizar los sectores que podrían ser el apoyo potencial de una campaña electoral triunfante, de desmovilizarlos y desmoralizarlos empujándolos al abstencionismo, de arrinconar en el ``todos son iguales, son simples politiqueros'', a los sectores más radicales y desesperados, sin por eso ganar la confianza de los poderosos, que desconfían siempre de la posibilidad misma de que por esos partidos tan moderados se puedan canalizar, a pesar de todo, presiones sociales hostiles a ellos.

Graciela Meijide, en el Frepaso de Argentina, o el general Seregni en Uruguay, pueden, en efecto, hacer todas las declaraciones y los gestos apaciguadores que quieran hacia el presidente de Estados Unidos, el Papa o quien sea y enmudecer frente a las reivindicaciones o problemas sociales de fondo, pero no convencerán a los poderes económicos y políticos (aunque sí debilitarán sus bases de apoyo) porque detrás de sus figuras apenas rosáceas los que juzgan con sus bolsillos ven una enorme sombra social amenazante. La moderación, con fines electoralistas, para ``engañar'' al adversario, hace perder incluso la oportunidad de ganar las elecciones. Porque la gente sólo va a votar por la oposición, en vez de abstenerse o de vender su sufragio, si cree que así cambiará su condición y salvará su economía y la del país. Y espera ver qué cambios reales ella consigue en las capitales que dirigen los que se presentan como oposición nacional. En efecto, en las capitales se concentra no solamente una buena parte de la población del país, sino también una buena parte de los capitales y de la producción y , por ende, de los trabajadores. Son por eso centro de irradiación política a todas las provincias y espejo concreto de las voluntades y capacidades de quienes las gobiernan.

La oposición que gobierna las capitales no tendrá una base firme y despilfarrará el apoyo obtenido si no es capaz de oponerse a los capitales, de enfrentarse directamente con el poder político nacional y con el poder económico, de denunciar constantemente los límites que le imponen ambos en su actuar en un ámbito acotado política y económicamente por el gobierno central, si no es capaz de movilizar a sus votantes para transformar en organización popular el acto de poner una papeleta en la urna, si no es capaz de recoger las reivindicaciones populares, escuchándolas en miles de asambleas barriales y haciéndose portavoz de ellas. Aunque se crea propietaria para siempre de su triunfo electoral local, buena parte de sus votos resultantes de la protesta puede emigrar hacia la abstención si quienes la apoyaron creyesen que todo sigue igual o ``que todos son iguales'', como dicen los que hablan de ``la clase política''. Porto Alegre y el gobierno de Rio Grande do Sul quedaron para el Partido de los Trabajadores, en Brasil, porque allí se organizó la llamada participación popular. Otras no.

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