No sería difícil que en unos cuantos años un número importante de habitantes de la ciudad de México presente un cuadro médico desconocido. Legiones especialistas en casos bizarros de cáncer vendrán a investigar los cómos y los por qués de eso que, sin exagerar, será una plaga. El doctor Wassel, prominente cancerólogo alemán, dirá entonces que llevaba años advirtiendo que las dosis de plomo y benceno que respiramos diariamente acabaría por metamorfosear al cáncer en una suerte de virus. En realidad Wassel, que hablará un castellano un poco mordisqueado dirá, con la idea de ser gracioso y restarle grados de gravedad a su pronóstico: una ``mala'' suerte de virus.
¿Cómo es posible que el cáncer se vuelva un virus?, Wassel nos lo explicará en su momento, dentro de unos cuantos años, mientras describamos el cuadro médico que es lo único que tenemos. Un número desconcertante de habitantes tendrá lo que el doctor Aguilera, en un lapsus de inspiración, calificará con el nombre de ``zarpazo de gato''. El nombre levantará polémica, sobre todo en el mundillo intelectual, desde donde se le hará saber al galeno que un zarpazo deja varias marcas y que ese cáncer viral tan de moda deja nada más una. Demos por bueno el término que usará Aguilera para no empezar desde hoy a revolver las aguas informativas del futuro.
El zarpazo de gato será una línea roja con volumen, parecida a la cicatriz de una costura, que rayará la mano, desde el nudillo del dedo meñique hasta el extremo derecho de la muñeca, de ahí continuará por la zona del ombligo y seguirá en diagonal hasta la cima del hombro derecho. El torso rayado con esa línea diagonal alentará la imaginería popular. Un cómico dirá en la televisión que los ciudadanos parecen de un equipo de futbol, de ésos que usan camiseta con franja deportiva.
Ese cáncer colectivo será un caso que traerá a los especialistas de todo el mundo vueltos locos. No sería difícil que Palau, cancerólogo español, esgrimiera la teoría de que el zarpazo de gato es una degeneración epidérmica causada por las emisiones periódicas de ceniza volcánica el Popocatépetl. Los vulcanólogos se manifestarán en contra del doctor y los ciudadanos amenazarán con demandar a los vulcanólogos.
Por otra parte Caeiro, celebridad médica brasileña, denunciará que las máquinas para medir los puntos IMECA estaban alteradas y que la franja deportiva era lo menos que podía pasarle a un cuerpo expuesto durante tantos años a esa cantidad brutal de tóxicos ambientales. Tampoco sería difícil que un diputado de la oposición descubriera el fraude de que la gasolina sin plomo sí traía plomo, esto generaría un revuelo que se traduciría en plantones, textos periodísticos flamígeros y programas de debate en la radio y en la televisión.
Probablemente en Suiza y en Islandia harán una campaña preventiva, le dirán a las personas que si siguen tirando basura y usando el coche indiscriminadamente sufrirán, en unos cuantos años, el terrible mal del zarpazo del gato. No sería difícil que el gobierno de Estados Unidos, solidario como siempre, advirtiera a sus habitantes que viajar a Acapulco, Ixtapa o Cancún podría resultar peligroso.
Kahim, psiquiatra marroquí, dirá la gota que derramará el vaso: ``se trata de un caso clarísimo de histeria colectiva''. Mientras los especialistas, las autoridades, las víctimas y los espectadores se insultan unos contra otros en una pelotera de talla planetaria, un ciudadano común recordará que diez años atrás, en 1998, en las esquinas de la ciudad de México se vendían unos llaveros que lanzaban un rayo láser rojo; los vendedores aprovechaban el minuto que duraban los coches detenidos frente al semáforo para promocionar su producto, se acercaban a la ventanilla y trazaban una diagonal de láser en el torso del conductor.
No sería difícil que ese ciudadano, por pereza, no mandara una carta con su opinión a un periódico importante; tampoco sería difícil que su hipótesis del rayo láser en los semáforos fuera correcta.