El evangelio de
las maravillas
El problema con decretar anualmente la genialidad de un realizador, es que año tras año muchos espectadores esperan ver la obra maestra que nunca llega, comprender al fin por qué se aprecia tanto en los festivales extranjeros lo que aquí apenas se distribuye; y a fuerza de esperar y de padecer las frustraciones sucesivas, finalmente se llega a ser injusto, tal vez insensible, a las cualidades, grandes o pequeñas, de lo que no es otra cosa que un esfuerzo fílmico más, semejante al de tantos otros mortales cineastas mexicanos, lastrado sin embargo por una conspiración de elogios incondicionales y por una infinita capacidad de narcisismo y petulancia. El mausoleo en vida que oficialmente se le erige al cineasta Arturo Ripstein, tiene a menudo el inconveniente de ocultar, agrandándolas desmesuradamente, las virtudes de su obra.
En El evangelio de las maravillas, Ripstein habla de idolatrías parecidas, de una figura patriarcal sorda a los ruidos del mundo exterior (``Nada del mundo, nada de afuera, nada''), atenta al culto de su propia imagen y a los espejos magnificadores que le ofrecen sus feligreses, sumo pontífice de una secta incomprendida, guardián supremo de un mundo de imágenes donde la voz de Dios se manifiesta mediante el Nintendo. ¿Quién mejor que Ripstein para ofrecer una ilustración metafórica de su propio cine?
El estupendo director de El lugar sin límites y Cadena perpetua, el fallidísimo realizador de La reina de la noche y La mujer del puerto, describe en El evangelio... un falansterio de la superstición religiosa y de la intolerancia, ``La Nueva Jerusalén'', el lugar de encierro donde decenas de fanáticos esperan, bajo las órdenes de los profetas Mamá Dorita (Katy Jurado) y Papá Basilio (Francisco Rabal), la llegada del Tercer Milenio, avizorando los signos del Apocalipsis, sometiéndose finalmente a la voluntad de una virgen puta, Mamá Tomasita (Edwarda Gurrola), la cual los redimirá a través del sexo. La intención fársica de Ripstein es interesante en las primeras imágenes, pero claramente fallida en la segunda parte de la cinta, cuando la referencia a la divina omnipresencia del poder audiovisual se vuelve recurso obvio y reiterativo, cuando los profetas incurren en el humorismo involuntario o en un tremendismo verbal de alcantarillas (``Nací pecadora, caliente como la móndriga de mi madre''). El cine de Ripstein pierde paulatinamente, o banaliza, sus posibles intensidades dramáticas. Rabal, el padre Nazarín buñueliano, merece mejor suerte que encarnar una senilidad fanática absorta en el video, y pasar de los antiguos desafíos de la Manuela (Roberto Cobo en El lugar sin límites) al gimoteo cobarde de un homosexual redimido por una prostituta, es ciertamente una propuesta cansada. En la corte de los milagros que presenta Ripstein, la insistencia en la miseria moral ahoga cualquier asomo de generosidad, propia o ajena.
Carlos Bonfil