Los pobres, siempre los pobres. Los que viven en el lecho de ríos que sólo llevan agua cuando ocurren desastres naturales. Los que habitan en chozas miserables a la orilla del mar, o en las faldas de montañas y volcanes asesinos propensos a erupciones, deslaves y otros cataclismos. Los que construyen sus frágiles moradas en cañadas solitarias u otros sitios abandonados por el hombre. Sí, los pobres, citados en la prensa como muertos o ``desaparecidos'' (que es lo mismo). Muertos sin nombre, apiñados en el fondo de fosas comunes o incinerados por decreto para evitar que se conviertan en foco de infección de otros pobres (los vivos); y, también, los ``desaparecidos'' que nunca aparecerán, porque yacen irremediablemente sepultados por toneladas de lodo y piedra, o bajo los escombros de construcciones derruidas. Treinta mil pobres, que duelen como una herida abierta en la piel de América Latina.
Reza un antiguo proverbio: una imagen vale más que mil palabras. ¡Y con razón! Entre la multitud de fotos desgarradoras que sacudieron al mundo destaca una, que es la imagen personificada del dolor. Es una instantánea que resume la tragedia humana revelada por Sófocles y consagrada en las obras maestras de William Shakespeare; la tragedia que luego sería desenterrada de los escondrijos del alma por el genio de Eugene O'Neill. Los hechos ocurrieron en El Salvador, pero deben haberse repetido con macabra insistencia en otras partes de Centro América. En un camino solitario, y bajo la lluvia torrencial, un hombre, fulminado por la tragedia, lleva en sus brazos extendidos -como una ofrenda pagana al Dios de las tempestades- el cuerpo exangüe de su hija. Los ojos del padre lloran e invocan al cielo: ¿cómo, después de tanta pobreza? El rostro sereno de la infanta ahogada (pálido, como la amada inmóvil de Amado Nervo) contrasta con el rictus de dolor de la madre quien, a la orilla del camino, lanza un grito desgarrador que, en la era de la globalización, debería justamente trascender las fronteras para escucharse en el Foro Económico de Davos, en la Escuela de Chicago (ahí donde Milton Friedman y los Chicago Boys), en el Parlamento Europeo (el engendro de Maastricht) y en los gabinetes ministeriales donde se toman las decisiones del TLC.
¡Comerciantes de todos los países, uníos en la marcha hacia la globalización: el libre comercio os hará libres! Pero, mientras tanto, ¿quién cuidará de los pobres y los desempleados? ¿Quién consolará el llanto de esa madre y aliviará al padre desolado? Y en cuánto a la globalización, esa sembradora de miseria: ¿cuándo nos llevará a la tierra prometida: la utopía del bienestar económico en cascada?
Sin embargo, los apóstoles neoliberales -ciegos y sordos-, continúan navegando contra la tormenta. Uno de ellos, Gerald Segal, afirmó recientemente que la globalización está en crisis sólo por la torpeza de los líderes de los países ricos. Estos necesitan comprender que la globalización debe continuar su marcha inexorable, ``aun sin referencia a la mayoría del resto del mundo'' -¡magnífico: una ``globalización'' privada!-, porque ``es un proceso destinado a sentar las bases de la sociedad postindustrial'', o sea: las reglas para que los países ricos continúen ``administrando'' (dicen ellos, ``explotando'', diría yo) las economías, recursos naturales, bolsas de valores y fuerza laboral de los países pobres. (Aunque, para infortunio de Segal, casi todas las potencias europeas estén ahora gobernadas por líderes socialistas que reactivan sus economías mediante gasto público y reducción de las tasas de interés, y protegen sus mercados nacionales controlando los movimientos de capitales).
Imposible resistir la tentación de no tomar prestado para este artículo el título del cartón alusivo de Plantu publicado en días pasados en Le Monde. El dibujo muestra a un hombre bien nutrido, y mejor vestido, que se quita el sol con un paraguas hecho de la mitad superior del globo terráqueo -el norte-, mientras, justo a su lado, un niño desharrapado se hunde en una tina, representada por la mitad inferior del globo terráqueo -el sur-, acosado por rayos, truenos, lluvia, y tempestades indescriptibles. A propósito, Mario Benedetti reveló recientemente en La Jornada Semanal que José Saramago -en conferencia de prensa con motivo del Nobel en Madrid- recordó que un grupo social minoritario era el dueño de la aplastante mayoría del capital mundial. ``Por eso -concluyó el Nobel- este mundo es una mierda'': ¡vale!